El gran debate

Los economistas más influyentes del mundo se han dividido en dos bandos. Uno está conformado por los convencidos de que los “paquetes de estímulo” descomunales que se armaron luego del hundimiento de Lehman Brothers en setiembre del 2008 nos salvaron de una depresión equiparable a la de los años treinta del siglo pasado y que aún es temprano para preocuparse por su eventual impacto inflacionario. En el otro militan aquellos que creen que sería peor que inútil seguir inyectando cantidades astronómicas de dólares, euros, libras y yenes en las distintas economías nacionales porque sólo serviría para desatar el caos, razón por la que hay que “ajustar” ya. En Estados Unidos, los neokeynesianos, por llamarlos así, llevan la voz cantante; el presidente Barack Obama quisiera continuar regando la mayor economía del mundo con dinero fresco hasta que se haya consolidado una recuperación que todavía parece precaria. En Europa, quienes prefieren poner en marcha cuanto antes programas de austeridad draconianos parecen haber ganado el debate. Tanto los países de la Eurozona como el Reino Unido han anunciado cortes drásticos que pronto comenzarán a tener efecto. Los resultados iniciales han sido promisorios, puesto que incluso países como Grecia y España han podido conseguir créditos a tasas de interés tolerables, pero puede que sólo se haya tratado de una ilusión y que, al hacerse sentir las medidas de ajuste, llegue la temida “doble caída”. Está en juego en el debate mucho más que el prestigio académico de los participantes o la validez de sus teorías respectivas. Las ideas que apoyan inciden en lo que hacen los líderes políticos y también en el estado de ánimo de centenares de millones de personas que, aunque sólo sea como consumidores, constituyen “los mercados” cuya reacción frente a los anuncios y las medidas que se toman será decisiva. Parecería que virtualmente todos comparten la misma sensación que el titular de la Reserva Federal estadounidense, Ben Bernanke, que hace poco afirmó ante el Senado de su país que “la perspectiva económica sigue siendo de incertidumbre desacostumbrada”. Para quienes entienden que en última instancia lo que más importa es la confianza, el juicio de Bernanke es ominoso. Cuando predomina la incertidumbre, cualquier revés pasajero puede dar pie al pánico. Es lo que sucedió algunas semanas atrás cuando, con rapidez desconcertante, “los mercados” llegaron a la conclusión de que el euro corría peligro de desintegrarse debido a los problemas fiscales de Grecia, España, Portugal e Irlanda. Si bien los europeos lograron frenar la sangría resultante y procuraron convencer al mundo de que sus bancos principales estaban en condiciones de sobrevivir a nuevos choques sometiéndolos a “pruebas de estrés” que todos, salvo instituciones de escasa importancia como algunas cajas regionales españolas, superaron sin problemas, aún persisten dudas en cuanto al futuro de las finanzas del bloc. Por depender tanto las economías modernas del consumo de bienes prescindibles, seguirá creciendo la importancia de los factores psicológicos. Algunos especialistas, conscientes de que sus planteos podrían incidir en lo que en efecto ocurra, se sienten constreñidos a insistir en que a pesar de todo el sistema continuará funcionando muy bien, pero tal postura entraña el peligro de que los encargados de tomar medidas concretas subestimen los riesgos. En el mundo real, el optimismo excesivo que, a juicio de los líderes de la Unión Europea, se ha apoderado del gobierno estadounidense suele tener consecuencias tan negativas como el pesimismo extremo que, en opinión de Obama y sus asesores, está detrás del entusiasmo reciente europeo por la austeridad. Puede que los norteamericanos tengan más motivos que sus socios transatlánticos para enfrentar con cierta confianza los años próximos, ya que sus problemas demográficos son menos graves, el sistema de seguridad social que han construido sigue siendo menos costoso y la mayoría se siente comprometida con el capitalismo liberal. Sea como fuere, lo que estamos viendo es una suerte de competencia entre los optimistas que gobiernan en una mitad del mundo desarrollado y los pesimistas que dominan en otra, una competencia cuyos resultados incidirán profundamente en el futuro de la economía internacional.


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