El interminable torneo electoral

La Argentina es el país de las campañas electorales permanentes. A menos que haya una contienda en el horizonte, aun cuando se tratara de una en un villorrio casi despoblado, tanto los políticos profesionales como los comentaristas que se interesan por lo que hacen, o lo que a su entender simbolizan, se sienten frustrados.

Lo mismo que los adictos al fútbol, necesitan una dosis diaria de su deporte favorito. Los ayuda a conseguir la costumbre de escalonar o desdoblar las elecciones en distintas provincias y municipalidades. Después, tratan de ubicar los resultados en el contexto nacional. Es lo que muchos hicieron luego de las elecciones rionegrinas al interpretar la derrota del peronista Martín Soria a manos de Arabela Carreras, la delfina de Alberto Weretilneck, como un triunfo macrista, pasando por alto que la candidata oficial de Cambiemos tuviera que conformarse con menos del seis por ciento de los votos.

La pasión, acaso minoritaria, por la política así manifestada podría tomarse por evidencia de que aquí la democracia rebosa de salud. Con todo, si bien es innegablemente positivo que los aspirantes a desempeñar cargos electivos dejen que los votantes tengan la última palabra, no lo es que dependan más de la imagen personal que, con la ayuda de asesores, ellos mismos o el movimiento en que militan logran construir que de las propuestas que se afirmen decididos a impulsar.

Por primera vez en muchísimos años, se ha difundido la conciencia de que la Argentina no es un país rico que estaría en condiciones de permitirse lujos, sino uno que en cualquier momento podría caer en bancarrota.

Para un país que está hundiéndose, el que sus dirigentes sean personas simpáticas importará menos que su eventual voluntad de enfrentar realidades ingratas y hacer cuanto resulte preciso para mantenerla a flote.

Todas las elecciones que se celebren antes del 27 de octubre serán vistas como preparativas para la gran final entre Mauricio Macri y un contrincante peronista, sea Cristina, Roberto Lavagna o un representante del ala “racional” del movimiento. Es de prever que el eventual triunfador sea aquel que, a juicio de la mayoría, es el menos responsable del calamitoso estado de la economía, ya que todos han hecho un aporte sustancial al desaguisado.

Puede que incida lo que digan los candidatos acerca de la mejor manera de administrar “la herencia” que el ganador recibirá, pero a buen seguro influirá menos que las presuntas características personales que la gente atribuya a los distintos candidatos.

La oferta de Macri es más de lo mismo, Lavagna se cree capaz de manejar mejor el modelo tradicional sin perder el tiempo intentando cambios drásticos que molestarían a sus partidarios, mientras que peronistas como Miguel Ángel Pichetto, Juan Manuel Urtubey y Sergio Massa prefieren mantener abiertas las opciones; a veces insinúan que, en el caso de que las circunstancias lo exigieran, podrían actuar con mayor contundencia que Macri.

En cuanto a Cristina, nadie sabe muy bien lo que haría con la economía si el electorado le devolviera las llaves de la Casa Rosada. Muchos temen lo peor, pero no extrañaría que, luego de vengarse de quienes habían procurado meterla entre rejas, experimentara una metamorfosis similar a la que transformó a Carlos Menem del “ayatolá de las pampas” de la campaña electoral en un “neoliberal”, discípulo de Álvaro Alsogaray, ya que es de suponer que le habrán enseñado algo los resultados desafortunados de la gestión de su amigo venezolano Nicolás Maduro. No querrá que su propia epopeya terminara de la misma manera.

Es gracias en buena medida a las dudas en torno a lo que tienen en mente sus rivales que Macri no solo sigue en carrera sino que, de acuerdo con los especialistas en sondear la opinión pública, es, por un margen leve y fluctuante, el favorito para ganar en octubre.

Hasta ahora, ninguno ha logrado plantear una alternativa que sea claramente mejor. Es muy fácil hablar de la necesidad de que haya más crecimiento y más estímulos para los empresarios, además de salarios más altos y menos presión impositiva para que aumente el consumo, pero no lo es en absoluto explicar cómo hacerlo cuando no hay dinero disponible.

Por primera vez en muchísimos años, se ha difundido entre casi todos los sectores la conciencia de que la Argentina no es un país rico que estaría en condiciones de permitirse lujos sino uno que en cualquier momento podría caer en bancarrota.

Para políticos que se han habituado a dar por sentado que solo un odioso gobierno “neoliberal” se negaría a repartir plata entre quienes merecen tener más, no está resultando nada sencillo formular propuestas convincentes que tomen en cuenta la nueva realidad así supuesta, de ahí la posibilidad de que, a pesar de todos los reveses sufridos por el gobierno y los errores no forzados que habrá cometido, Macri siga siendo presidente por algunos años más.


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