El largo plazo ya ha llegado


La triste verdad es que Alberto y Cristina tienen que elegir entre dos alternativas malísimas: un ajuste tarifario a una sociedad abrumada o un estallido caótico por no tomar medidas ingratas.


En todos los gobiernos del mundo conviven pragmáticos y voluntaristas que, tarde o temprano, protagonizarán disputas internas que los debilitarán. Es lo que está ocurriendo en el formalmente encabezado por Alberto Fernández. Por un lado, está Martín Guzmán, el hombre que de acuerdo común es el defensor principal de la racionalidad. Por el otro, está Federico Basualdo, un funcionario de poca monta al que le ha tocado representar la sensibilidad política.

Mientras que Guzmán insiste en que convendría que la gente pagara mucho más por la energía que consume, Basualdo, que habla en nombre de Cristina, Axel Kiciloff y otros pesos pesados del ala kirchnerista de la coalición gobernante, dice que sería mejor conformarse con algunos aumentos menores. A Guzmán no le gusta que un miembro de su equipo se oponga a medidas que considera imprescindibles. Quisiera echarlo pero Cristina no lo permite.

Además de otro conflicto entre integrantes de un gobierno en que la vicepresidente es la jefa política del presidente nominal y no vacila en recordarle que es ella la que manda, estamos asistiendo a un round más de la pelea interminable entre la lógica política y la económica.

Cristina y sus fieles quieren subordinar todo a la campaña electoral; temen que la pérdida de escaños legislativos los privaría del poder que necesitarán para demoler la Justicia y de tal modo poner fin al calvario judicial que está sufriendo la señora. Entienden que el triunfo que se anotaron en 2019 se debió en parte a los tarifazos aprobados por Mauricio Macri porque tuvieron un impacto muy fuerte en el estado de ánimo de muchos que hasta entonces habían confiado en Cambiemos.

No se equivocan los kirchneristas cuando señalan que hacer aún más fuerte el ajuste que ya está en marcha podría costarles tanto que les sería imposible alcanzar lo que tienen en mente. En tal caso, su gobierno sería lo que los norteamericanos llaman un “pato rengo” que la gente toleraría sólo por respeto al inflexible calendario político. Pero tampoco se equivoca Guzmán cuando alude a los riesgos de permitir que la inflación se le escape de las manos, como bien podría suceder.

La triste verdad es que Alberto, Cristina y los demás tienen que elegir entre dos alternativas malísimas: un ajuste tarifario que una sociedad, ya abrumada por una economía disfuncional y una pandemia prolongada, no estaría en condiciones de soportar, o la posibilidad no meramente teórica de que haya un estallido caótico atribuible a la negativa oficial a tomar medidas que casi todos encontrarían sumamente ingratas.

El dilema que enfrentan los Fernández dista de ser nuevo. Desde hace mucho más de medio siglo, otros gobiernos de distinta conformación han tenido que optar entre privilegiar los números por un lado y, por el otro, intentar saldar la deuda social. Todos terminaron dando prioridad a sus intereses políticos aunque, huelga decirlo, los más populistas atribuirían tal decisión a su deseo de ayudar a la gente, además luchar por la independencia nacional contra el capitalismo rapaz, el neoliberalismo, el imperialismo, el Fondo Monetario Internacional o lo que fuera.

Por desgracia, la voluntad -a veces sincera- de apostar todo a una estrategia política supuestamente solidaria y por lo tanto de desafiar las reglas económicas que rigen en otras latitudes, suele tener consecuencias nada felices. Puede que, según las pautas progresistas, los gobernantes de países muy prósperos como Suiza, en que la pobreza sólo afecta a una minoría reducida, sean sujetos mezquinos que nunca soñarían con ayudar al prójimo, pero a esta altura es evidente que, a la larga, los programas económicos “inhumanos” y “anti-populares” que insisten en aplicar han resultado ser mucho más beneficiosos para el grueso de sus compatriotas que los adoptados en otros lugares por quienes se afirman resueltos a dar prioridad a “los problemas de la gente” sin preocuparse por los números que, parecería, casi siempre son reaccionarios.

A la larga… desafortunadamente para quienes viven en la Argentina, el largo plazo ya ha llegado y no sirve para mucho señalar que la situación actual del país y sus perspectivas inmediatas serían muy distintas si, hace 20, 30 o 40 años, un gobierno se hubiera negado a prestar atención a los cantos de sirena de los convencidos de que sería mejor ceder ante las presiones de los vendedores de recetas facilistas.

Puesto que no se puede cambiar la historia, lo único que queda es esperar que por lo menos algunos políticos entre los que formarán gobiernos en los años próximos hayan aprendido algo de los errores garrafales de comisión y omisión perpetrados por sus congéneres del pasado reciente.


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