Emergencia delictiva

La declaración de un estado de “emergencia en seguridad” provincial por el gobernador bonaerense Daniel Scioli no fue consecuencia de una nueva escalada delictiva en las semanas anteriores sino del temor a que se formaran grupos de autodefensa parecidos a los que actúan en distintas partes de México, donde combaten a las bandas de narcotraficantes que están asolando aquel país. Si bien Scioli atribuyó la decisión a que la población “sufre el ataque salvaje de una delincuencia cruel”, tanto él como otros políticos están más preocupados por lo que podrían llegar a hacer ciudadanos privados si el Estado no logra “revertir esta situación”, razón por la que se afirmó resuelto a asumir “como siempre mi responsabilidad como gobernador a poner todas las herramientas del Estado para enfrentar este flagelo”. Pero, si bien el gobierno de la provincia más poblada del país se ha comprometido a tomar una serie de medidas concretas, entre ellas la reincorporación de 5.000 agentes retirados de la Policía y el Servicio Penitenciario, la compra de mil patrulleros y una cantidad impresionante de armas y municiones, además de obligar a los motociclistas a llevar chalecos reflectantes con el número de patente, el impacto de los cambios así previstos no podrá ser inmediato. Si en las próximas semanas se registran menos delitos en la provincia de Buenos Aires, sería más lógico imputarlo a la difusión de imágenes de linchamientos por los medios televisivos que a la voluntad del gobierno de Scioli de organizar una contraofensiva tardía contra “el ataque de una delincuencia cruel”. Aunque parecería que los “garantistas” han ganado el debate teórico acerca de la mejor forma de tratar a los delincuentes ya que, con escasísimas excepciones, políticos y comentaristas de todas las corrientes ideológicas han sumado sus voces al coro que está condenando los linchamientos, no cabe duda de que los partidarios de “justicia por mano propia” han conseguido algo más importante al obligar a las autoridades a adoptar una postura mucho más dura de lo que preferirían. Por cobardes y brutales que hayan sido quienes se han ensañado con presuntos ladrones, de no haber sido por la reacción espontánea de grupos de vecinos que se sentían agredidos por delincuentes sin que el Estado hiciera mucho para protegerlos, tanto el gobierno nacional como los provinciales hubieran continuado minimizando las dimensiones del problema o, en algunos casos, dando a entender que sólo se trataba de una “sensación” fabricada por medios periodísticos morbosos. Es que, lo mismo que en el plano internacional, de difundirse la impresión de que en una sociedad se ha producido un vacío de poder, los personalmente amenazados por la anarquía posibilitada por la “ausencia del Estado” se sentirán sin más alternativa que la de intentar llenarlo. A esta altura, culpar a las turbas justicieras por su salvajismo no sirve para mucho. Cuando el orden social se agrieta, en todas partes los asustados no tardan en dar rienda libre a sus instintos más primitivos. En las zonas más pobres del país, cuando pueden, las víctimas del delito se han habituado a castigar a los sujetos responsables con un grado de ferocidad decididamente mayor que el considerado apropiado por el grueso de la clase media; según una encuesta reciente, la mayoría de quienes conforman los “sectores más bajos” de la sociedad está plenamente a favor de los escarmientos populares por entender que el sistema formal es demasiado blando. Para modificar esta situación sería necesario convencer a todos de que la policía y los jueces no simpatizan en absoluto con los delincuentes. Las dudas en tal sentido se deben a la propensión de muchos políticos, comenzando con la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, a achacar el delito a “la exclusión” social, insinuando así que los criminales son las auténticas víctimas. Puede que las explicaciones sociológicas del tipo ensayado por los políticos y los intelectuales “garantistas” no estén totalmente equivocadas, pero su reiteración constante tiene el efecto perverso de hacer pensar que a juicio de la elite gobernante la ciudadanía honesta está recibiendo su merecido, lo que, huelga decirlo, no ayuda a restaurar la confianza en la clase política nacional de los muchos que se sienten abandonados a su suerte.


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