En busca de respuestas

De acuerdo común, la presidenta brasileña Dilma Rousseff reaccionó de forma sumamente digna ante la tragedia que fue causada por el incendio que, en una discoteca de Santa María, provocó la muerte de al menos 235 jóvenes pero, como ella misma entenderá muy bien, impedir que ocurran otros desastres requeriría mucho más que manifestaciones de solidaridad. Por lo demás, es consciente de que le corresponde impulsar las medidas que podrían minimizar el riesgo de que algo similar suceda en los meses y años próximos. Lo mismo que en el boliche porteño República Cromañón en el que 194 personas perdieron la vida el 30 de diciembre de 2004, parecería que el incendio de la discoteca Kiss se debió al lanzamiento de una bengala en un recinto cerrado. Aunque sería difícil concebir un acto más irresponsable, en ambas ocasiones todos entendían de antemano que la pirotecnia formaría parte del show pero se suponía que sería autoritario, y por lo tanto antipático, prohibirla, actitud que a esta altura sería muy difícil compartir. Asimismo, si bien los empresarios deberían haber sabido que siempre hay que dejar abiertas las puertas para que en caso de emergencia la gente pueda salir con facilidad, la verdad es que escasean los lugares en que los encargados de la seguridad no procuren obstaculizar el libre movimiento por motivos comerciales. Los deudos de las víctimas de la tragedia de Santa María, acompañados por decenas de miles de otros, están celebrando manifestaciones callejeras para reclamar “justicia”. Como siempre sucede cuando ya es demasiado tarde, quieren que algunas personas con nombre y apellido sean juzgadas culpables de lo ocurrido, que en adelante no haya impunidad. Puede que el eventual encarcelamiento de empresarios, músicos e inspectores municipales sirviera no sólo para aplacar a los habitantes de la localidad de Rio Grande do Sul sino también para que en el resto del país todos los vinculados con el negocio tomen más en serio los riesgos enfrentados por quienes asisten a los shows que organizan, pero no les será dado eliminarlos por completo. Hasta en países, como China y el Japón, en que es habitual aplicar con rigor las leyes existentes, se han producido episodios luctuosos parecidos. Con todo, si bien sería claramente posible reducir los riesgos castigando preventivamente, como si de resultas de su conducta ya hubieran desatado un desastre equiparable a los de Cromañón y Kiss, a quienes violen las regulaciones, sobre todo a aquellos que traten de llamar la atención a su propio desprecio por las normas disparando bengalas en recintos cerrados, pocos gobiernos quieren tomar tales medidas que a buen seguro motivarían protestas por parte de los afectados que podrían señalar que aún no han perjudicado a nadie. Como sucedió aquí en los días que siguieron al incendio terrible de Cromañón, muchos brasileños ven una conexión entre el desastre de Kiss y la corrupción, la desidia y el escaso respeto de casi todos por las reglas que creen característicos de su país, además de la propensión casi universal a tolerar las transgresiones consideradas propias de la cultura juvenil comercializada. No se equivocarán los que piensan así, pero se trata de una forma de resignarse, de suponer que las tragedias de este tipo no podrán prevenirse a menos que la sociedad experimente una revolución ética poco probable. De todos modos, Dilma y otros dirigentes políticos brasileños parecen entender que, además de seguir luchando contra la corrupción que incide de manera muy negativa en la vida diaria de sus compatriotas, tendrán que concentrarse en los detalles concretos para que las autoridades, presionadas por la ciudadanía, controlen mucho mejor tanto los locales nocturnos como los estadios deportivos y otros lugares en que la concurrencia de miles de personas acarrea el riesgo de que en cualquier momento se produzca una calamidad. Aunque tragedias como las de Cromañón y Kiss podrían darse hasta en los países más disciplinados y mejor gobernados, son más frecuentes en aquellos en que la corrupción es endémica, muchos funcionarios están más interesados en su propia relación con empresarios que en la seguridad de los demás y abundan los que actúan como si a su entender el desdén por las normas de convivencia social debiera ser motivo de orgullo, no de vergüenza tanto propia como ajena.


De acuerdo común, la presidenta brasileña Dilma Rousseff reaccionó de forma sumamente digna ante la tragedia que fue causada por el incendio que, en una discoteca de Santa María, provocó la muerte de al menos 235 jóvenes pero, como ella misma entenderá muy bien, impedir que ocurran otros desastres requeriría mucho más que manifestaciones de solidaridad. Por lo demás, es consciente de que le corresponde impulsar las medidas que podrían minimizar el riesgo de que algo similar suceda en los meses y años próximos. Lo mismo que en el boliche porteño República Cromañón en el que 194 personas perdieron la vida el 30 de diciembre de 2004, parecería que el incendio de la discoteca Kiss se debió al lanzamiento de una bengala en un recinto cerrado. Aunque sería difícil concebir un acto más irresponsable, en ambas ocasiones todos entendían de antemano que la pirotecnia formaría parte del show pero se suponía que sería autoritario, y por lo tanto antipático, prohibirla, actitud que a esta altura sería muy difícil compartir. Asimismo, si bien los empresarios deberían haber sabido que siempre hay que dejar abiertas las puertas para que en caso de emergencia la gente pueda salir con facilidad, la verdad es que escasean los lugares en que los encargados de la seguridad no procuren obstaculizar el libre movimiento por motivos comerciales. Los deudos de las víctimas de la tragedia de Santa María, acompañados por decenas de miles de otros, están celebrando manifestaciones callejeras para reclamar “justicia”. Como siempre sucede cuando ya es demasiado tarde, quieren que algunas personas con nombre y apellido sean juzgadas culpables de lo ocurrido, que en adelante no haya impunidad. Puede que el eventual encarcelamiento de empresarios, músicos e inspectores municipales sirviera no sólo para aplacar a los habitantes de la localidad de Rio Grande do Sul sino también para que en el resto del país todos los vinculados con el negocio tomen más en serio los riesgos enfrentados por quienes asisten a los shows que organizan, pero no les será dado eliminarlos por completo. Hasta en países, como China y el Japón, en que es habitual aplicar con rigor las leyes existentes, se han producido episodios luctuosos parecidos. Con todo, si bien sería claramente posible reducir los riesgos castigando preventivamente, como si de resultas de su conducta ya hubieran desatado un desastre equiparable a los de Cromañón y Kiss, a quienes violen las regulaciones, sobre todo a aquellos que traten de llamar la atención a su propio desprecio por las normas disparando bengalas en recintos cerrados, pocos gobiernos quieren tomar tales medidas que a buen seguro motivarían protestas por parte de los afectados que podrían señalar que aún no han perjudicado a nadie. Como sucedió aquí en los días que siguieron al incendio terrible de Cromañón, muchos brasileños ven una conexión entre el desastre de Kiss y la corrupción, la desidia y el escaso respeto de casi todos por las reglas que creen característicos de su país, además de la propensión casi universal a tolerar las transgresiones consideradas propias de la cultura juvenil comercializada. No se equivocarán los que piensan así, pero se trata de una forma de resignarse, de suponer que las tragedias de este tipo no podrán prevenirse a menos que la sociedad experimente una revolución ética poco probable. De todos modos, Dilma y otros dirigentes políticos brasileños parecen entender que, además de seguir luchando contra la corrupción que incide de manera muy negativa en la vida diaria de sus compatriotas, tendrán que concentrarse en los detalles concretos para que las autoridades, presionadas por la ciudadanía, controlen mucho mejor tanto los locales nocturnos como los estadios deportivos y otros lugares en que la concurrencia de miles de personas acarrea el riesgo de que en cualquier momento se produzca una calamidad. Aunque tragedias como las de Cromañón y Kiss podrían darse hasta en los países más disciplinados y mejor gobernados, son más frecuentes en aquellos en que la corrupción es endémica, muchos funcionarios están más interesados en su propia relación con empresarios que en la seguridad de los demás y abundan los que actúan como si a su entender el desdén por las normas de convivencia social debiera ser motivo de orgullo, no de vergüenza tanto propia como ajena.

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