Entre la saturación discursiva y la ausencia de sentido

Si usted quiere responder a la pregunta de si la educación tal como está sirve o no sirve, o bien a quiénes sirve y a quiénes no sirve, puede deberse a que le han pedido que lo haga para un medio determinado o para una compilación en preparación.

Si usted es un intelectual independiente que puede publicar lo que realmente piensa, desde ya que debo felicitarlo pues no es lo habitual en el mercado. La intelectualidad de mercado tiene dos corsés: el de la censura y el de la autocensura, nada nuevo ciertamente pero que actualmente están funcionando aceitadamente en todos los campos, como siempre mucho más en el pensamiento especulativo y en el subsistema ideológico cultural que «pega» el resto de las partes (o su sentido) con el sentido de la totalidad.

Pero si usted no pertenece a ese sector de privilegiados (sin que el calificativo implique condena de ningún tipo), usted debe hacer sus cálculos. En realidad, se presume que para ese momento ya los ha hecho y se ha comportado en consecuencia, pues de no haber sido así no se explica que le pidan una respuesta a la pregunta del inicio para su posterior publicación.

Lo cierto es que el mercado y el mundo institucional público y privado que produce contenidos simbólicos puede y de hecho lo hace convertir en mercancía dos respuestas extremadamente opuestas y, como quien da lo más da lo menos, también puede hacer lo mismo con todas las variantes intermedias.

Así, por ejemplo, usted podría concluir que la educación actual no sirve para nada, posición iconoclasta sustentada por muchas personas y, sobre todo, por muchos intelectuales. Esta respuesta puede ser impugnada por quienes piensan otra cosa; por ejemplo, en una posición antagónica, quienes sostienen que la educación cumple perfectamente sus fines y que la marcha del conjunto del sistema mundial en sus sectores dominantes así lo atestigua. O bien puede afirmar que, mientras por un lado el subsistema educativo presenta tales o cuales falencias en determinados sectores sociales debidas a factores exógenos, continúa siendo la única herramienta existente para construir, entre todos, esto o aquello.

Es decir, puede optar por los opuestos o los intermedios.

Las tres posiciones, arquetípicas ya, no deben sus conclusiones principalmente a análisis científicos que los fundamenten sino que los análisis científicos se basan en los supuestos subyacentes de cada intelectual y no tan subyacentes, ya que hoy la ideología no se disfraza ni oculta sino que se asume con orgullo y jactancia desde todos los puntos del arco ideológico, igual que la tan pregonada y socorrida apelación a convertirse en intelectual orgánico, en otros tiempos y para otros pensamientos una muestra de indebida sumisión intelectual.

Dicho de una vez, no son las ideas ni los sistemas ni las teorías pedagógicas ni las políticas o filosóficas las que combaten y vencen o son derrotadas por otras. Quienes combaten, triunfan o pierden, pero también negocian, acuerdan, convienen, contratan, conceden, pactan, hacen la vista gorda, admiten, adaptan, etc., etc., son los hombres que se perciben o se asumen como portadores de ellas.

En esto les cabe una tremenda responsabilidad a quienes representan la función social de intelectuales en un mundo mercantilizado al extremo y en el que el mito del intelectual resistente, faro que ilumina, anticipador, inclaudicable, etc., etc., (es decir el intelectual mítico de izquierda) no existe más, salvo para hacer shows mediáticos en la onda nostálgica.

De modo que hoy existe saturación de discursos y significados pero casi total ausencia de sentidos con amplia aceptación.

Un ejemplo de ello o de las causas de ello es el abuso de ciertos términos y frases por los especialistas de la educación. Un clásico es la democratización del sistema, otro la democratización de la relación profesor-alumno, y otras más por el estilo que expresan problemas estructurales de la educación pero que, desde el retorno de la vida política institucional, han sido constantemente pregonados hasta vaciarlos de contenido real, curiosamente por los mismos especialistas.

Lo cierto es que cada camada tecnocrática del Ministerio de Educación se propone a sí misma como democratizadora.

Pero estas camadas sólo aparentemente son distintas, en la medida en que sí cambian las jefaturas y por consiguiente los discursos técnicos y tecnocráticos que sustentan en los correspondientes períodos.

Sin embargo, lo real es que los integrantes del sector constituyen una corporación que trabaja, pane lucran-do, y no por adhesión a principios ni ideologías personales. Con sólo levantar la vista se puede ver lo que hacen y lo que han hecho: es decir su labilidad ética, en primer lugar, que los ha llevado sucesivamente a borrar con la derecha lo que escribieron con la izquierda y luego al revés. Lo que sucede es que cada camada de expertos obra siempre como buena oficialista, es decir expresándose en el discurso políticamente correcto, que no es el de la derecha neoliberal ni etc., etc., etc., sino el que sostiene en cada momento y cada lugar y jurisdicción los intereses del poder, sea éste de derecha o de izquierda, de centro, de costado, de arriba o de abajo.

Cualquiera de esos discursos «políticamente correctos» es formateado y fogoneado, puesto en circulación, consumido y reproducido por intelectuales (expertos, especialistas y tecnócratas) desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, «orgánicos» siempre, pero que cuando pierden no se llaman a retiro sino que se reciclan junto a los mandamás de turno.

El mejor ejemplo de todo esto es nuestro inefable Ministerio de Educación de la Nación, donde nada se pierde y todo se transforma, desde los expertos hasta el ministro.

CARLOS SCHULMAISTER (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Profesor de Historia y autor de «Los intelectuales. Entre el mito y el mercado».


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