“Anhelo de raíces”, el encanto de echar raíces y encontrar un lugar propio

En una bellísima edición de Gallo Nero, con traducción de Mercedes Fernández Cuesta, es un libro de memorias que empieza cuando la poeta y escritora May Sarton llega a vivir, con 48 años, a una vieja y destartalada casa del siglo XVIII.

“Anhelo de raíces”, en una bellísima edición de Gallo Nero, con traducción de Mercedes Fernández Cuesta, es un libro de memorias que empieza cuando la poeta y escritora May Sarton llega a vivir, con 48 años, a una vieja y destartalada casa del siglo XVIII, ubicada en Nelson, New Hampshire, un pueblito del norte de los Estados Unidos que al día de hoy tiene apenas 750 habitantes.


Como ocurre con los jardines, las casas viejas y destartaladas a veces se resisten, así que este libro es, entre otras cosas, la transformación de ese lugar en un “cuarto propio”, con todo lo que eso significa: encontrar el lugar preciso para los muebles heredados, para que la luz entre en las horas mágicas del día; seleccionar el color de las paredes o del piso, para que la cocina y el escritorio sean confortables aún en los momentos más grises y desangelados del invierno; buscar el espacio justo para esos muebles que guardan historia de los antepasados y que a su manera, aún como objetos, siguen siendo compañía, como si pudieran retener las voces o los gestos de los que los tocaron en su momento. Y son las memorias de Sarton, claro. Pero ¿nos nos pasa un poco a todos, cuando nos mudamos, cuando acometemos la extravagante idea de transformar lo que era un espacio vacío e impersonal en algo propio? ¿Las casas, en el amplio sentido del término, no son un poco nosotros mismos?


Las casas, los jardines, rara veces son hojas en blanco o puro presente. Ni aún en el caso de las recién estrenadas, o construidas de cero. Todas llevan alguna marca. La de May Sarton las tendrá, desde el mismo comienzo cuando decide dónde colgar el cuadro que inicia el relato. Y en esto que nos cuenta, de un modo que parece sencillo y entrañable, hay un poco de arrebato, de amor a primera vista (vio la casa y la quiso, pese a su estado y las distancias que la separaban de todos lados); un poco de tenacidad, para transformarla; mucha convicción, algo de soledad, y mucho aprendizaje. Pero sobre todo, hay algo que nos pasa a todos con las casas y los jardines, y los espacios que habitamos.


Por eso, “Anhelo de raíces” no es solo un libro sobre la vida en una casa de campo y el jardín que aprendió a sembrar y regar, sino una indagación sobre el tiempo, sobre lo que cada uno hace con lo que hereda, de qué manera lo transformamos. Es también un libro sobre los aprendizajes. Porque allí, en ese pueblito pequeño, May Sarton también aprendió lo que es armar una comunidad, a querer y añorar a los que están cerca y a los que no; a entender que la naturaleza nos enseña calladamente sobre ritmos, fortalezas, debilidades y también lo inevitable. Aprendió a anhelar pero también a echar raíces.


“En aquel primer fin de semana establecí el rito de la cena. Cuando me sentara a la mesa, tenía que haber flores; debía haber una botella de vino y que la mesa estuviera puesta con esmero, como el mejor sirviente. Un libro abierto para poder leer, el equivalente a la conversación civilizada para un solitario. Todo estaba preparado como para recibir a un invitado y el invitado de la casa iba a ser yo”.


En el momento en que transcurre “Anhelo de raíces”, May Sarton, que nació en Europa pero luego vivió en Estados Unidos es una mujer independiente, un poco apátrida, que no termina de sentirse ni de aquí ni de allí. Por eso, encontrar esta casa enorme, en un punto un poco perdido de los Estados Unidos, a algunos kilómetros de Boston, es todo un gesto. Sobre todo porque marca, a sus 48 años, la primera vez que ella intentará enraizar en algún lugar, con sus recuerdos a cuestas. Su padre acaba de morir y ella hereda unos muebles flamencos enormes a los que quiere darles un lugar. Quiere, por primera vez, que su pasado y su presente anclen en algún lugar. Y esta casa de Nelson, pese a su estado, parece darle las respuestas y el espacio que necesita.


Tal como se ve en las primeras páginas, es una compra un poco impulsiva, pero que resultará vital. Sin ir más lejos, es una oropéndola la que la convence de comprar la casa, cuando la va a visitar con un amigo y la mujer de la inmobiliaria: “No había escuchado una oropéndola desde que era niña; en mi alterado estado, aquellas notas sonaron con extraordinaria resonancia. En realidad, me parecieron una señal”, escribe en el libro.


El encanto de este libro luminoso, que se publicó durante la cuarentena, es que esconde en sus páginas la misma sabiduría que contagia la naturaleza, o la vida entera. A la par que arma su casa y su jardín, May Sarton aprende. Aprende de los ciclos de la vida, aprende de la fortaleza férrea del arce que se opone a ser cortado, tanto como del vecino que también se empecina en hacer su tarea solo, y a no morir, o a morir sin queja. Aprende que el trabajo en el jardín y en la escritura son muy parecidos, con la paciencia, la necesidad de podar -plantas, palabras-, de dar tiempo (“Arreglar flores es como escribir en cuanto es el arte de elegir. Entre el rico material que requieren los enunciados no todo se puede utilizar. Así como uno intenta una palabra y luego otra, junta una frase para luego separarla, del mismo modo uno arregla flores…”). Aprende que “las alegrías que proporciona un jardín están vivas. Son conmovedoras. El ruido de la primera manzana al caer le está alertando a tu corazón de que se aproxima uno de los grandes cambios de estación; cuando la peonía del lago de los cisnes de repente deja caer todos sus pétalos en un montón de nieve, es hora de despedirse hasta el próximo junio. Pero para entonces el delphinium ya está en camino, y las lilas… las flores anuncian sus cambios a través de un ciclo largo, un ciclo que se renovará. Y eso es lo que a menudo olvida el jardinero. A las flores nunca hay que decirles adiós para siempre. Nosotras envejecemos cada año, pero no el jardín; el jardín cada primavera renace”.


“Anhelo de raíces”, está claro, no es un libro de botánica ni de jardinería, ni un exclusivo canto a la naturaleza. En esos diez años que transcurren en Nelson y que son los que narra May, hay profundas reflexiones sobre la amistad, sobre la vida en el interior, sobre lo que es el éxito y sobre envejecer. “Llegamos completamente nuevos a las diversas etapas de la vida…”. Utilicé esta sabia cita de La Rochefoucauld como epígrafe de una de mis novelas hace algunos años. Entonces reconocía su sabiduría, pero todavía no la había experimentado por mí misma. Ahora la aventura que tengo ante mi me atrapa por la noche y a veces me mantiene despierta. Envejecer. ¿Por qué en nuestra civilización lo consideramos un desastre y solo valoramos a la mujer que se mantiene joven? ¿Por qué mantenerse joven cuando la aventura radica en el cambio y el crecimiento?”, escribe y se pregunta esta mujer.
El tiempo de repente se hace telescópico. La vida en sí misma se vuelve más preciosa de cuanto hubiera podido serlo antes… es imperativo probarla, saborearla, todos los días, a cada hora”, nos dice.


Las de Sarton son una memorias que contagian un júbilo calmo, inspiración, compañía. Aunque haya sido escrito el siglo pasado; aunque sea una casa en un pequeño pueblo de los Estados Unidos, en un pueblito perdido; aunque sea una escritora, sus desvelos, los cotidianos y los más profundos, pueden ser nuestros desvelos. Ella, como cualquiera de nosotros, podía caminar por su jardín y saber que en las semillas que florecieron, en las plantas que crecieron o pelean por vivir, están nuestros recuerdos y las personas que nos acompañaron. Ella, como cualquiera de nosotros, como cualquiera que ha aprendido de los ritmos de la naturaleza, sabía que no hay recompensas rápidas, pero también que no hay que rendirse.


“Nada cobra vida sin oscuridad, así como nada florece sin luz”, escribió esta mujer que prefería la luminosidad de mayo y la de octubre, que amaba a los gatos, que sintió el peso de la soledad y la aspereza de la vida rural, pero que también supo aferrarse al costo y al deseo de vivir una vida propia, en una casa con jardín propio, atraída por el canto de una orópendola que la ayudó a la vez a echar raíces y a escribir.


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