¿Es para tanto?

La incidencia inmediata del "ajustazo" en una economía de las dimensiones de la argentina no será tan tremenda como muchos parecen creer.

A juzgar por la reacción de los medios de comunicación, los economistas y los políticos más locuaces, el «ajuste» que luego de varios días de consultas el presidente Fernando de la Rúa anunció el lunes pasado tendrá un impacto devastador sobre el consumo y por lo tanto prolongará la recesión que está experimentando el país. Aunque tales vaticinios podrían cumplirse, sería a causa del malestar que hoy en día ocasiona la idea misma de un «ajuste», no porque las medidas ordenadas afectaran drásticamente al comercio. A diferencia del «impuestazo» que golpeó a todos los miembros honestos de una franja muy amplia, la poda de los sueldos del sector público perjudicará a la minoría pequeña conformada por aproximadamente 140.000 personas, de las cuales apenas diez mil han estado cobrando más de 3.000 pesos mensuales. Para algunos de estos estatales la rebaja podría resultar traumática, pero la incidencia inmediata en una economía de las dimensiones de la argentina no será tan tremenda como muchos parecen creer. Los perjuicios que producirá la reducción de remuneraciones en la administración nacional tendrán más que ver con la desmoralización de los funcionarios que con sus presuntos esfuerzos por gastar menos que antes.

Aunque el Estado sigue costando demasiado dinero por tratarse de un conjunto de instituciones sumamente ineficaces, dejó hace mucho tiempo de ser el motor de la economía nacional, la cual depende casi exclusivamente del desempeño del sector privado. Pero mientras que este sector se ha visto constreñido a «ajustarse» por un mercado que suele operar con más dureza que cualquier político, hasta ahora el Estado se ha resistido a emularlo, de ahí el déficit fiscal que tanto obsesiona al presidente De la Rúa y sus colaboradores. Su actitud puede entenderse: en el mundo actual, un déficit significa mucha tensión política y la desconfianza de los agentes económicos, mientras que un superávit, como los logrados en los Estados Unidos y ciertos países europeos, sirve para difundir una sensación de bonanza que es más que suficiente como para acelerar el crecimiento y reducir la tasa de desocupación. Aunque los montos involucrados sean pequeños, la diferencia entre un país deficitario y otro dueño de un superávit puede ser espectacular.

En la Argentina, lo mismo que en Italia, Francia y España, es notoria la propensión tradicional a tomar el Estado por el país en su conjunto y a juzgar la evolución de la economía según aquélla de los sueldos en el sector público, como si éste conformara el grueso del «aparato productivo» nacional. Por motivos comprensibles, los sindicalistas hacen lo posible por perpetuar esta ilusión. En cuanto a los voceros de las cámaras empresarias, ninguno pensaría en hablar de lo buenas que en su opinión son las perspectivas, porque su función se limita a quejarse amargamente con la esperanza de merecer la compasión de los gobernantes de turno. Así las cosas, no debería sorprendernos que en un período de transición en el que un gobierno de sentimientos estatistas está procurando bajar un poco un déficit excesivo, las noticias desde el frente económico hayan sido tan negativas. Es natural que los estatales defiendan sus propios intereses y que para hacerlo hablen como si coincidieran por completo con los del país en su conjunto. También lo es que los lobbistas empresarios hagan lo que puedan para hacer pensar que su propio sector está siendo destruido gracias a la indiferencia del gobierno. Para colmo, por sentirse tantos aliancistas anímicamente consustanciados con los empleados públicos -al fin y al cabo, los políticos comparten dicha condición-, virtualmente nadie levanta la voz para señalar que el «ajuste», siempre y cuando el gobierno lo concrete, debería constituir no un golpe certero dirigido contra el corazón de la economía nacional sino una forma de liberarla de un peso excesivo para que la parte que realmente importa, la privada, pueda ponerse a correr nuevamente luego de años de letargo atribuibles precisamente a las deficiencias de un Estado que nunca ha sabido cumplir sus funciones con un mínimo de eficacia.


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