Hijos del femicidio

La historia de jóvenes de Neuquén que convirtieron a sus madres en bandera.

“Ni Una Menos” es mucho más que la consigna de la marcha contra la violencia machista que se realizó hace exactamente tres años, en todo el país, y que constituye un punto de inflexión para el movimiento feminista. Se trata de un grito colectivo que desborda las calles, las escuelas, los hospitales, las canchas, las universidades, los tribunales, los partidos y sindicatos, los bares, las camas, las redes sociales. Y las casas, dónde retumba la ausencia.

Los hijos e hijas de mujeres víctimas de femicidios son sobrevivientes. Sin techo en el cual refugiarse tuvieron que levantar paredes. Luego alzaron carteles con las fotos de sus madres, las convirtieron en remera, pin, pancarta y exigieron justicia. Abrazaron y se dejaron abrazar. Tomaron coraje y se desplomaron. Lo volvieron a intentar. Se preguntaron por qué no se las respetó cuando dijeron “no” y “basta.”

En Argentina en 2015 se registraron 60.429 casos de violencia contra las mujeres de 14 años y más y en 2017 llegaron a 86.700. El maltrato, el control, la humillación ya no están naturalizados.

La sociedad y el Estado legitiman y sostienen relaciones de desigualdad: las mujeres están precarizadas y sus vidas también. Los femicidios son el último peldaño de una escalada de violencias que oprimen.

Estos son testimonios de tres jóvenes que cuentan cómo son los días después del despojo. Cómo inventaron su propio escudo, y lo hicieron costra en el cuerpo.


«Esto se podría haber evitado, y eso es lo que te da más bronca»


(Foto: Matias Subat)

“En un principio él era muy atento, pero más allá de todo a mí no me simpatizaba, nunca me simpatizó”, dice Mayra Saavedra, de 26 años, sobre Gonzalo Alarcón Medina, el femicida de su mamá, Sandra Merino, y padre de su hermano de cinco.

El crimen ocurrió en Picún donde la pareja y el niño vivían. La joven asegura que cuando dejó Neuquén capital su mamá se apagó. “Él siempre fue posesivo, controlador. Le rompía los celulares para que no se escribiera con las amigas”, relata.

Ya no contaba detalles de su relación. Un día llegó rengueando. “Mi mamá decía que le dolía la rodilla, en realidad era que la había recagado a palos. Me contó que se había separado, que se había terminado, que esta vez era definitivo”, recuerda.

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Mayra la convenció: vivirían juntas. “Ella decía que no iba a poder sola, él la manipuló de tal manera que le hizo creer que no iba a poder hacer nada sino estaba con él”, sostiene.

Sandra había tomado la decisión. Alarcón se anticipó: le arrancó su libertad. Cuando requisaron la casa, luego del femicidio, supieron que él tenía una orden de restricción.

La joven estudia Derecho, tiene la guarda de su hermano, al que le construyó una familia diferente, y está embarazada. “Para el cumple de ella nos juntamos, comemos algo y festejamos, por ahí queremos que no sea algo tan triste. Es triste igual. Tratamos de que sea más llevadero. Y dejamos cosas atrás”, manifiesta.

Afirma que siempre estuvo al frente. No admitió otra opción. Mayra habla con dulzura, pero jamás edulcora su historia: “creo que esto se podía haber evitado, y eso es lo que te da más bronca. Es totalmente duro asumir eso, que podría no haber sido así. Uno no entiende que es sumamente difícil salir de ese círculo de violencia. Antes pensaba: “pucha, vos agarras tus cosas y te vas, no es tan difícil.” Y yo que estuve atrás de mi vieja y le di mi apoyo, y tratamos . Y fue difícil para ella.”

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«Ojalá pudiera decir que mi vieja murió porque se quedó dormida»


(Foto: Matias Subat)

A Ivana Rosales la golpeó Mario Garoglio y la mató el Estado que le negó justicia. Violencia machista y violencia institucional se entrelazan. Hoy Abril, su hija de 19 años, tiene trabajo, pero no un lugar dónde vivir. La casa que compartían con Ivana, en Plottier, ya no es un lugar habitable para ella. Necesita una respuesta urgente.

“Quiero vivir en Neuquén hasta que sienta que cumplí mi función acá, quiero tener un rinconcito, algo chiquito, algo que yo pueda decir “que ganas de estar en mi casa”, asegura. Todos los días carga lo indispensable y va a lo de un amigo o amiga que la aloje.

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En esa casa encontró el cuerpo de Ivana, quien padecía epilepsia a causa del ataque que sufrió en 2002 por quien era su expareja, que nunca cumplió la condena. Estaba embarazada y tramitaba una denuncia, con el asesoramiento del CELS, ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Tuvo una muerte súbita, según la autopsia.

“La justicia es lenta, a mi vieja se le fue la vida en eso, espero que a mi no me pase. Antes tenía el respaldo de ella y ahora no. ¿Quién me aguanta los trapos? Y me cuesta pero lo hago”, señala.

Para Abril su mamá es una víctima de femicidio. “Ojalá pudiera decir mi vieja se murió porque se quedó dormida y no respiró. Ojalá pudiera decir eso, pero no puedo. Hay mucha gente involucrada en la muerte de mi vieja. Primero este Garoglio que le da la golpiza que le causa epilepsia, pero después a mi vieja la golpeó todo el mundo: el Estado que no la escuchó, la golpeó enterarse que yo y mi hermana habíamos sido abusadas por mi progenitor, todo el mundo la golpeó a mi vieja y yo no entiendo como hacía para lucharla”, plantea.

Ella se desmarca, quiere una vida que le pertenezca, no una prestada. “Me siento presionada, todo el mundo espera que sea mi vieja. No tengo el conocimiento que tenia mi vieja, yo lo quise hacer, quise seguir un poquito de todo lo que ella empezó acá en Neuquén, pero no pude. Ahí entendí que mi vieja hizo todo lo que hizo porque se lo obligaron, digamos, el Estado tuvo una falla con ella y ante esa falla se enriquece de la lectura y por todo lo que le pasó. No quiero ser ella, no quiero taparla”, asegura Abril.

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Afirma que tuvo que lidiar con penas ajenas: “recién ahora estoy teniéndome piedad. Loco es mi historia, dejame ser, dejame procesar, me costó mucho, tuve recaídas, donde no me levantaba nadie, ni siquiera mis amigos, ni mis abuelos que es lo único que me queda de mi vieja, recién ahora estoy entendiendo lo que tengo que hacer.”

-¿Y qué es lo que tenes que hacer?

-Formarme, aprovechar todo lo que hizo mi vieja y me enseñó, y me inculcó, recién ahora lo estoy pudiendo llevar a mi vida.


«No la llevo del todo bien, pero trato de remarla día a día, es así»


(Foto: Matias Subat)

-Ese es.

Enrique Matos levantó su mano izquierda y señaló a Cristian Muñoz Tapia, la pareja de su mamá, Violeta, ante el jurado popular. Al joven de 21 años se le quebró la voz en la declaración cuando recordó el día que la policía le dijo que había sido asesinada. Los agentes le preguntaron quien podría haberla lastimado. No dudó en responder:

-Fue Cristian, es el albañil que trabaja en mi casa.

Hace apenas diez días que la jueza Carina Alvarez le impuso prisión perpetua a Muñoz. Durante todo el juicio Enrique lo miró a los ojos, pero él nunca levantó la cabeza. Ahora, en la entrevista, los ojos de Enrique están al borde. De la tristeza, a veces de las lágrimas. Él si mira firme y al frente. No se agacha, ni se achica. Está terminando el secundario y trabaja.

“No la llevo del todo bien, pero trato de remarla día a día, es así. Por ahí me levanto con todas las pilas, que se yo, todo risa, y otro día ando re bajón, pero a la vez trato en mi casa de no demostrarlo, porque está mi hermano”, asegura.

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El hermano de Enrique tiene 11 años y vive con él. Lo cuida, le pone el cuerpo. “Por ahí él anda bajoneado y yo trato de no tocarle el tema, por lo mismo, para no hacerlo que se ponga peor, y yo tampoco. Un ejemplo, el otro día agarró, eran como las 8 de la mañana, yo estaba durmiendo, va a la pieza. Me dice: “Quique”. Le digo: “¿Qué pasó?” Porque el tiene el número de mi mamá guardado en el teléfono. “Mirá, cambiaron el estado de Whatsapp”. Lo miro y lo habían cambiado hace diez horas. “Fijate quien lo tiene el teléfono. Así que le digo: “bueno, dale.” Agarré, me contacté con una chica, que tiene el número de teléfono, porque ella compró un chip y le dieron justo ese número. Le digo a mi hermano: “¿la extrañas?” “Siii”, me dice. Él agarró, se tapó, y se quedó abrazándome, dormido”, cuenta.

Enrique también la extraña: “no me hace mal verla. Ahí arriba hay una foto que estamos los tres (en la taza). Me pongo a lavar y por ahí me pongo a mirar por la ventana y está siempre ella ahí, con su típica cara de culo. Me hace bien, es como que me está viendo, por así decirlo. No me hace ni mal, ni bien. Como tranquilidad, como que todavía la sentís. Y está bueno, si.”

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Afirma que no sabía que Muñoz la maltrataba. “Si hubiese sabido mi vieja estaría acá”, sostiene. Agrega más tarde: “la verdad todavía no puedo entender como un hombre puede hacer eso.”

Ese es Enrique, todo distinto.


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