Fuegos y ruidos

María EMILIA SALTO bebasalto@hotmail.com

EN CLAVE DE Y

Fuegos que suben, fuegos que bajan. Fuegos que crean, fuegos que destruyen. Ruidos de eficacia sorda, ruidos de eficacia atronadora. Tanto, tanto ruido. Tanto, tanto fuego. En un lapso de dos días, ocurrió que el fuego de una sorda implosión demolió un ícono cordobés: la torre de la antigua cervecería Córdoba, objeto de amores y temores, que nada de raro tiene ver esta pareja junta, ¿no le parece? Y ocurrió que siendo el cumpleaños del Canal 12, cordobés él, rugió la noche con las bombas que elevan los fuegos llamados artificiales, (por qué artificiales, no sé, ¿y usted? ¿Queda algún fuego “natural”?) Tan artificiales como el fuego que nadie vio porque los muros de la desierta cervecería ocultaron su luz, que no fue menos eficaz que la otra, la que hizo estallar el cielo de colores. En mi mente, ambos fuegos, ambos ruidos, están juntos, están estallando ahora, quizás porque vi ambos, vi caer la torre, vi subir los fuegos, vi correr la gente que no quería que tiraran la torre, quería que la apuntalaran, tirando piedras y afrontando las balas de goma de la policía mientras otro grupo de vecinos de la torre aplaudía (la destrucción, digo) porque escúúúcheme uuuté, es un peeeeeligro, le dice la señora a la chica de la televisión y otro le retruca meeeeentira, que la aaarreglen, sí dice otra, que la reeeestauren, lo prometieeeeeron y pibes más propensos al lenguaje corporal, defendían la torre apuntando a la policía con los mismos escombros que poco a poco han ido cayendo sobre las calles aledañas a la desolada cervecería, y con los pocos que superaron la implosión y les cayeron, literalmente, en la mano. Fuego pequeño y eficaz de los lanzagases, ruido metálico de las piedras sobre los escudos de la policía. Danza Joaquín Sabina en mi cabeza, ruido de metales, ruido de amenazas, ah qué canción maravillosa y terrible, que esta yunta, estará de acuerdo conmigo, también funciona seguido y por largo tiempo. Después -ahora mismo, compitiendo con los ruidos y los fuegos de la destrucción- estoy con la cabeza en el cielo nocturno de un día de verano, con mi hermana Nina al lado y los vecinos por ahí, tratando de no perdernos ningún destello rojo, amarillo, verde… Los perros están aterrados; el de mi hermana, que responde al nombre de Paco, no respondía a nada, porque cuando hay pánico se terminan las órdenes y las palabras tranquilizadoras, hay pánico y listo. Le diré algo importante: he renovado mi fe en la raza humana. Usted quizás razone: claro, teniendo en cuenta los grupos ecologistas, la defensa del medio ambiente asumida hasta por gobiernos, las instituciones cada vez más numerosas que luchan contra la pobreza, la explotación de niños y niñas, la trata de personas; Su Santidad Benedicto XVI llorando con las víctimas de la pedofilia de sus curas, bueno, hay esperanza, ¿eh? Para no hablar que la esperanza es lo último que se pierde, eso dicen, y debe ser cierto, porque cuando llega la hora de Nuestra Señora de la Guadaña no hay ateos en las trincheras, y venga esa hierba china y esa agua bendecida por las monjitas del convento de Nosedónde. Es la esperanza en acción. No señor, no señora. No iba por ahí mi esperanza: recuerde, estoy llena de ciertos fuegos y ciertos ruidos, y entonces le diré por qué he renovado mi fe en la raza humana: porque policías y manifestantes, los a favor y los en contra del derrumbe de la torre; los niños y las jovencitas, las familias y los conocidos, todos, absolutamente todos, estábamos con los ojos en el cielo, la boca abierta, aaaahhhhhhh, un aaaaahhhhh maravillado con las efímeras estrellas de colores. Éramos todos infantes de edad y de milenios, el primer humano abriendo la boca y los ojos ante el rayo, en absoluta desmesura. Silenciosas, apenas blancas, despectivas, desde millones de años de luz fría, cedían ese fastuoso escenario las estrellas del espacio profundo.


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