Grecia atenazada

La situación en que se encuentra Grecia se asemeja mucho a aquella de la Argentina no sólo en los días finales de la convertibilidad sino también a la de los años ochenta cuando el gobierno del entonces presidente Raúl Alfonsín se vio constreñido a aceptar un acuerdo draconiano con el FMI por suponer que la alternativa, un default acompañado por la hiperinflación, tendría consecuencias todavía peores. Lo mismo que el gobierno radical, los griegos han intentado asustar a los acreedores insinuando que a menos que logren lo que necesitan –más dinero– asestarán un golpe devastador contra el sistema financiero mundial, pero las amenazas en tal sentido ya no impresionan ni a sus socios de la Eurozona ni al FMI, de ahí la falta de confianza en la capacidad del gobierno del primer ministro Lucas Papademos para concretar las medidas de austeridad que se han anunciado. Tal y como ha sucedido una y otra vez en nuestro país, la clase dirigente de Grecia consiguió convencer a banqueros, gerentes de fondos de inversión y gobiernos extranjeros de que les convendría prestarles capitales que aprovecharían para impulsar el desarrollo, pero los usaron no para llevar a cabo cambios “estructurales” sino para prolongar la vida de un orden socioeconómico nada competitivo. Aunque muchos griegos saben muy bien que para que su país disfrute de un nivel de vida equiparable con el de Alemania o Francia tendrán que hacerse tan productivos en su conjunto como los alemanes y franceses, las reformas que tendrían que instrumentar afectarían a tantos intereses creados que hacerlo podría resultar virtualmente imposible. Por lo demás, puede darse por descontado que, en Grecia como en la Argentina, los más golpeados por la serie de ajustes que está en marcha no serán los líderes políticos y sindicales, los empresarios cortesanos del poder o los grandes evasores impositivos sino los trabajadores comunes, los jóvenes sin perspectivas laborales y los jubilados. Por desgracia, pocos gobiernos están dispuestos a emprender reformas modernizadoras del tipo que se exige a Grecia a menos que estalle una crisis tan grave que se consolide el consenso de que no hay otra opción. A esta altura, los demás europeos, encabezados por los alemanes, entienden que si entregan a los griegos los casi 150.000 millones de euros necesarios para salvarlos de una catástrofe financiera se postergarían las reformas hasta nuevo aviso. Para salir del brete así supuesto, quieren que en adelante la Unión Europea maneje la economía griega, propuesta que, desde luego, ha sido repudiada con indignación por la mayoría nacionalista pero que, dadas las circunstancias, es la más lógica, ya que para funcionar una unión monetaria tendrá que existir una autoridad central con el poder necesario para obligar a todos a respetar las mismas reglas que, bien que mal, en Europa están escritas en alemán. Frente a una disyuntiva similar, la Argentina pudo soslayarla desvinculando la moneda del dólar estadounidense, negándose a pagar una parte sustancial de la deuda pública, en especial la interna, resignándose a una caída estrepitosa del nivel de vida de millones de personas y apostando, con éxito notable, a que la productividad del campo le permitiera una recuperación macroeconómica rápida. Aunque el ejemplo así brindado atrae a aquellos griegos que se sienten comprometidos con el “modelo” corporativo, otros saben que los costos de defenderlo serían muy elevados. Además de no contar con recursos naturales tan abundantes como los nuestros, los griegos se han acostumbrado a un estándar de vida que es mucho más elevado de lo que el modelo existente podría posibilitar sin cuantiosos créditos provenientes del exterior. Para conservarlo o, cuando menos, para impedir que se reduzca demasiado, no tienen más opción que la de concretar reformas estructurales destinadas a eliminar las prácticas corporativistas tradicionales que están frenando su desarrollo. Caso contrario, lo que les espera será un futuro en que, como en la Argentina, más de la mitad de la población viva muy por debajo de una línea de pobreza trazada según las normas europeas, pero la mayoría lo tolera por temor al cambio y porque los dirigentes políticos más influyentes se las han arreglado para hacer de la lucha por defender el statu quo contra los deseosos de modificarlo un deber patriótico.


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