La revolución del riego IV: La Cooperativa de Irrigación de General Roca: un modelo pionero de colonización y gestión del agua
A principios del siglo XX, la imponente Patagonia parecía un gigante dormido, con sus vastos horizontes que ocultaban un gran secreto: un valle árido, seco y poco prometedor. En ese escenario, los pequeños agricultores eran soñadores valientes, dispuestos a desafiar la naturaleza, pero con un bolsillo corto y una esperanza grande. ¿Cómo convertir un desierto en un vergel? La respuesta llegó en forma de cooperación, un concepto revolucionario que encendió la chispa del progreso.
En 1886, se construyó el «Canal de los Milicos», una tímida corriente que apenas acariciaba la tierra. Pero el agua que ofrecía no alcanzaba para todos. Fue entonces cuando un hombre, Ezequiel Ramos Mexía, inspirado en las cooperativas inglesas de Rochdale de 1844, y en la exitosa experiencia porteña de «El Hogar Obrero», imaginó un mecanismo nunca antes visto en la Patagonia: una cooperativa que permitiera a los colonos invertir poco a poco en un sistema propio de riego y convertirse en dueños legítimos de sus tierras.
«El agua es vida y sin ella, ningún sueño florece,» solía decir Ramos Mexía, convencido de que el progreso era posible gracias a la unión. Así, en noviembre de 1907, nació la Cooperativa de Irrigación de General Roca, un grupo decidido a tejer 400 kilómetros de canales y acequias, que en poco tiempo lograrían transformar esta tierra en un paraíso agrícola.
Para constituir la cooperativa se estableció que los miembros debían invertir 48 pesos moneda nacional (m/n) por hectárea en la construcción y mantenimiento de canales. A cambio, la tierra se vendía a un precio considerablemente bajo, 2 pesos por hectárea, con la condición de que quienes realizaran esa inversión recibían el título definitivo de propiedad. Este modelo representó un capital inicial de unos 800.000 pesos, con aproximadamente 1.200 a 1.300 hectáreas beneficiadas inicialmente, ampliándose luego a 17.000 hectáreas en 1918.
La propuesta de financiamiento fue novedosa, pues implicaba una colonización por inversión cooperativa fuera de la legislación vigente, y que significaba un mecanismo práctico para que pequeños productores accedieran a tierras irrigadas sin gran capital.
La primera comisión directiva estuvo integrada por importantes figuras locales y del ámbito nacional. Entre sus integrantes principales estaban Miguel Piñeiro Sorondo, Ricardo Pearson, David Cogan y Ramón Lemos, quien presidió en distintas etapas la cooperativa.
Pero la gran epopeya tuvo sus tempestades. No faltaron protestas por una administración desigual del agua ni dificultades para llegar a todos los rincones del valle. En una muestra más de la fuerza colectiva, los agricultores se unieron para exigir justicia, depositando sus pagos en un banco y presionando al gobierno. Finalmente, la solución llegó con la venta de la red de riego al Estado, que garantizó el acceso equitativo y la conservación de la infraestructura.
Un dato curioso: esta hazaña agrícola fue tan resonante que un médico francés, J. A. Doléris, que tenía campos en la región, publicó en 1912 un libro ilustrado alabando la cooperativa y a su presidente. Lo que entonces parecía una quimera, hoy es un legado tangible: un valle fértil que sostiene cientos de familias y se ha convertido en el corazón productivo de la Patagonia.
Esta historia es más que riego y tierra: es el relato de cómo la cooperación, la visión y la perseverancia pueden cambiar el destino de un pueblo, una región y una nación
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