Julián Flores tuvo que demostrar que estaba preso

Cárcel del Territorio del Neuquén, 1905. El joven chileno de 23 años fue arrestado por negarse a realizar el servicio militar. Una historia plagada de contradicciones con final abierto.

Hoy la página se sitúa en 1905, en la cárcel del Territorio del Neuquén, (exU9). Un edificio con muchas deficiencias pero sobre todo muy vulnerable en su seguridad. Era habitual y fácil para los presos fugarse del lugar, pues durante muchos años no hubo cerco perimetral.

Era fácil para todos, menos para uno. Este es el caso de Julián Flores, un chileno de 23 años que estaba preso por “suponérselo infractor a la ley de enrolamiento. Paradójicamente, Flores era extranjero por lo tanto no le correspondía cumplir con el servicio militar en Argentina y mucho menos estar encarcelado desde hacía nueve meses por esa razón”, cuenta el historiador Fernando Casulllo en su texto “Mi propia libertad privada”, sobre la cárcel neuquina, que forma parte del libro “Historias secretas del delito y la ley”, publicado por la Editorial de la Universidad Nacional del Comahue, en 2004.

La razón de su encierro fue que Flores no tenía nada para demostrar su nacionalidad ni modo de comprobar en qué pueblito de Chile había nacido. Además era huérfano.

Así quedó este joven encerrado entre cuatro paredes de la cárcel sin que se resolviera su situación. Entre la justicia y las autoridades penitenciarias se cruzaban informes y solicitudes que tardaban demasiado tiempo en llegar al destinatario y ser respondidas. Había un gran debate institucional que no llegaba a su fin: “Pertencer al Ejército de otro país o morir en la prisión”.

En ese ir y venir, las autoridades recibieron un insospechado pedido del “reo”. “Pues aunque chileno, prefiero tener el honor de ingresar a las filas del Ejército Argentino, antes de morir en la cárcel por la neglicencia del señor Juez Letrado”, escribió Flores, según cuenta Casullo.

La respuesta no fue menos incongruente. Se le pidió al joven que acreditara su carácter de preso. Por más ridícula que pareciera la situación, el director de la cárcel emitió la certificación. Pero la cosa no terminó alli. El ministro de Guerra solicitó al Juez Letrado que informe sobre la situación. Éste le envía al director de la cárcel misma solicitud. Entre estos viajes epistolares, se iban los días y los meses y Flores seguía en la sombra “pintando rayitas en la pared”.

Finalmente, como diríamos hoy, el expediente de este preso quedó “cajoneado” y nunca más se supo que fue de su suerte. Los registros judiciales históricos llegan hasta allí. “Es difícil no ser carcomido por la duda respecto de si fue liberado, enrolado para las armas de la Argentina o terminó sus días de la trágica manera del personaje pergeñado por (Franz Kafka). Vaya a saber”, escribe Casullo, citando al señor K, protagonista de la obra “El Proceso” del escrito checo.


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