La calles de Kabul, llenas de un silencio “que metía miedo”

En la capital se ve poca gente, los comercios cubren publicidades con mujeres y pocos circulan de noche. Profesionales y opositores no creen en las promesas de moderación y tratan de salir del país.

La vida empieza a recuperar su pulso en Kabul, pese al miedo. La tranquilidad reinaba ayer en la capital afgana, pero la mayoría de administraciones y comercios estaban cerrados. Los anuncios con mujeres vestidas con ropa occidental fueron cubiertos con pintura blanca, mientras que los hombres que llevaban jeans y remera corrieron a cambiarlos por túnicas tradicionales.

Mientras milicianos patrullan las calles y las fuerzas de seguridad siguen ausentes, muchos afganos continuaban congregándose frente a las pocas embajadas que aún están abiertas, a raíz de los rumores sobre la posibilidad de obtener un visado o el asilo.

Los dedos que en su día estuvieron manchados de tinta morada -recuerdos de las elecciones- apretaban ahora los tickets de avión para marcharse y pulsaban frenéticamente las teclas de los cajeros para retirar los ahorros de toda una vida.

Todo en siete días.

“Lo único en lo que está pensando la gente es en cómo sobrevivir aquí o en cómo escapar”, dijo Aisha Khurram, una mujer de 22 años se dirigía a una clase en la Universidad de Kabul antes de que la obligaran a dar la vuelta, sin saber si podrá regresar algún día. “Lo único que tenemos es a nuestro Dios”.

Los talibanes intentaron tranquilizar a la comunidad internacional y prometieron obrar en favor de la reconciliación, no vengarse de sus opositores y respetar los derechos de las mujeres.

Una mujer se prueba una Burka en un negocio de Kabul, ante la posibilidad de ser cuestionada por los talibanes (AP/Anja Niedringhaus)

Pero el mundo recuerda su funesto historial en materia de derechos humanos cuando gobernaban entre 1996 y 2001 y se alarma de las imágenes de los miles de afganos que intentan huir a través del aeropuerto. En su anterior gobierno, los juegos, la música, la fotografía y la televisión estaban prohibidos. A los ladrones se les cortaban las manos, a los asesinos se les ejecutaba en público y los homosexuales eran condenados a muerte. Este grupo islamista radical impedía también que las niñas fueran a la escuela y que las mujeres trabajaran o salieran sin un acompañante masculino. Quienes eran acusadas de adulterio eran azotadas y lapidadas hasta la muerte.

“Quienes están en la oposición son perdonados totalmente”, aseguro el portavoz talibán Zabihullah Mujahid. “No buscaremos venganza”, afirmó.

Pero su mensaje no tranquilizó a los principales interesados, ante versiones de que rebeldes armados buscan en sus casas a miebros del antiguo gobierno .

“Estoy buscando desesperadamente la forma de irme. Los talibanes odian a quienes han trabajado para otras organizaciones”, decía un trabajador humanitario afgano de 30 años que colaboró con una ONG alemana.

En la ciudad de Jalalabad (este), los talibanes dispararon a una multitud cuando los habitantes protestaron contra el remplazo de la bandera afgana por la del movimiento extremista. Hubo 4 muertos. En Herat, dos supuestos saqueadores desfilaron por las calles con los rostros pintados de negro en un recordatorio de la implacable versión de la ley islámica. En Kandahar, tomaron una estación de radio que transmitía canciones en pastún e indio a las casas de los oyentes, algo prohibido por los insurgentes. La música cesó abruptamente. Y la radio fue rebautizada como “Voz de la sharia”.

Por eso, a muchos afganos no les convencen esas promesas.

La invasión de las pistas del aeropuerto de Kabul el lunes por parte de multitudes de afganos, algunos de los cuales trataban de embarcar en aviones a toda costa, provocó el caos y obligó a interrumpir temporalmente los vuelos. Ahora Washington cuenta con un avión “que llega y sale de Kabul por hora” y “la salida de 5.000 a 9.000 pasajeros al día”, según el general Hank Taylor.

Al borde la pista, una joven mujer se debatía entre dos mundos. En uno, Massouma Tajik abordaría un avión que la llevaría a un país que no conocía, para pasar a ser una refugiada. En el otro, se quedaba en Afganistán bajo un gobierno talibán, obligada probablemente a renunciar a todo lo que había conseguido en los últimos 20 años. “Estoy en el aeropuerto, esperando un vuelo, pero no sé hacia dónde”, expresó a la Associated Press. “Estoy confundida, hambrienta y desesperada. No sé qué será de mí. ¿Adónde iré? ¿Cómo serán mis días? ¿Quién mantendrá a mi familia?”.Camino al aeropuerto, Tajik miró por la ventana las calles de Kabul, “llenas de un silencio que metía miedo”.

Zahra, una mujer de 26 años residente en Herat, pasó la mayor parte de su vida en un Afganistán donde las niñas recibían educación y las mujeres podían soñar con tener una carrera, y en los cinco últimos años ha trabajado con ONGs a favor de la igualdad de género. Ahora, oculta su apellido para evitar represalias y se encierra en casa.

“¿Cómo puede ser posible para mí, como mujer que ha trabajado tan duro y ha tratado de aprender y avanzar, tener que esconderme ahora y quedarme en casa?”, preguntó.


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