La erosión de la memoria

Hay contextos culturales en los cuales se suele exaltar el ejercicio de la memoria. Grandes traumas colectivos a los que les subyace el imperativo de repasar, con toda la paciencia posible, el devenir de la tragedia y sus consecuencias actuales.

El siglo XX, junto a los crímenes masivos programados dentro de la lógica del cálculo y la eficiencia, ha sido un territorio fértil para la coronación de la memoria.

La administración de la muerte en términos industriales, propia del holocausto, los genocidios y los crímenes de lesa humanidad remite a escenarios marcados por el deber de no olvidar.

No en vano la conciencia ética de la humanidad se ha expresado en favor del “nunca más” luego de cada uno de esos oscuros acontecimientos. E incluso ha marcado calendarios oficiales con el estigma de eventos cuya presencia se estima indispensable mantener con vida.

El ejercicio de la memoria es un hecho político fundamental. Prueba de ello resulta la disputa que se produce a su alrededor respecto de qué precisos sucesos recordar y cuáles dejar librados al olvido.

Y otro tanto, en la misma arena de la política y la ideología, cómo suscitar el recuerdo procurado. Es decir, mediante cuáles dispositivos activar los recursos cognitivos en pos de revivir un acontecimiento en particular.

Las distorsiones y los excesos, claro está, han formado parte de esas representaciones a través de las cuales revisar el pasado.

Otros contextos, sin embargo, sugieren la conveniencia del olvido. Acaso se trate de un clima social inherente al neocapitalismo digital y tecnológico, marcado por la liviandad de las mercaderías y su muy acelerada circulación en una “economía-mundo”.

Basta considerar la extraordinaria cantidad de información que almacena internet a través de sofisticados algoritmos de búsqueda, así como las enormes bases de datos capaces de funcionar como dispositivos de memoria externa.

De algún modo, tal como lo advierte Luciano Concheiro, ante tamaña cantidad de información disponible la amnesia se vuelve una obligación para soportar la sucesión de información circulante.

Investigaciones recientes demuestran que ante una pregunta compleja las personas tienden a recurrir a una computadora antes que a elaborar una respuesta propia. O bien recuerdan en dónde están alojados los datos más que la información en sí misma.

Y que, en definitiva, la capacidad para recordar disminuye cuando se asume que lo buscado estará luego disponible en internet.

¿Habrá llegado la hora de no sentir la necesidad interna de recordar? ¿Será que nuestro destino es ser sujetos sin memoria, dependientes de dispositivos que funcionarán a modo de una memoria-prótesis?

La exigencia de rememorar mediante aquilatadas narrativas, que refundara la relación de la política con la historia en pleno siglo XX, se encuentra hoy en crisis.

Está por verse si será posible exonerar su ejercicio en pos de la desmemoria colectiva y la fugacidad del recuerdo. O si ella habrá de centrarse en acontecimientos puntuales, seleccionados al compás de un mercado global y depositados dentro de la nube virtual.

Es una incógnita, además, qué sucederá con la historia que no sea recogida por los grandes motores de almacenamiento de información, verdaderos oligopolios del presente corporativo.

¿Quedará lugar para la evocación de la utopía, las gestas emancipatorias y las revueltas libertarias?

En un mundo saturado de noticias que desgastan cualquier recuerdo, la selección de aquello a mantener presente en la consciencia constituye no sólo una cuestión de política vital.

La estimulación de los recuerdos y de los olvidos, nuevas tecnologías mediante, es un recurso que impacta también en materia de gobernabilidad, disciplinamiento y control social.

*Doctor en Derecho, profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN)


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