Dos maestros en Caepe Malal y el blog de familia que rescató su experiencia

Oriundos de Buenos Aires, el paso por el norte neuquino les dejó huellas imborrables. Hoy sus recuerdos forman parte de microrrelatos en la web, que invitan a imaginar y reflexionar.

El Archivo de Escuelas Neuquinas dice escuetamente en el apartado referido a Caepe Malal: “Director Venecia, José: 1937-1954 [Libro]”. Breve pero valiosa la referencia que registró el Centro de Documentación e Información Educativa (CeDIE) sobre ese docente, porque alcanza para confirmar su paso por aquellos pagos solitarios, a 20 kilómetros de Chos Malal, hace nada menos que 86 años. Lo que no se intuye es que dentro de esos datos se esconde la experiencia que marcó para siempre la vida de ese hombre y su esposa, primero, y de las generaciones que los siguieron incluso hasta hoy, a cientos de kilómetros de distancia.

Según el CeDIE, en el año 1910 se pidió al Gobierno la creación de una escuela en ese paraje del norte neuquino, cuyo nombre remite al valle que perteneció al cacique Caepe, famoso en la zona en tiempos de la Colonia Malbarco. Como todo en aquellos años, esto también se demoró y la gestión recién se cumplió una década después, el 26 de Julio de 1920. Comenzó como Escuela N° 49, en una estructura precaria sobre la margen izquierda del río Curi Leuvú, para luego reubicarse en la margen derecha, en una casa de adobe y paja donada por Domingo Sotomayor, en 1929.

Con sólo 22 años


Hasta ahí llegó José, mejor dicho José Salvador, “Pepe” para los seres queridos, “El Gringo” para los demás allegados. Era uno de los pocos maestros varones de su camada, por eso cuando viajó a Buenos Aires para certificar su título, le comentaron que había un puesto de «Director» en una escuela del territorio neuquino. “Director y maestro, por supuesto, un poco encargado de todo”, aclaró Leonardo Venezia, uno de sus nietos, en diálogo esta semana con diario RÍO NEGRO. “Él aceptó inmediatamente y al poco tiempo ya estaba viajando. Su madre era viuda y tenía cinco hijos más, por lo que el nuevo trabajo le permitió ayudarla económicamente”, contó.

Antes de su arribo, sigue la información del CeDIE, habían pasado cuatro titulares por la escuela rancho. Ninguno se quedó tanto como José, al menos hasta ese momento. Nacido en 1915 en Lincoln, Buenos Aires, tenía tan sólo 22 años cuando partió.

“¡Se me fue tan pronto!”, decía Amalia cuando lo recordaba. Gentileza Leonardo Venezia.

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Las circunstancias allí lo desafiaron a sobrevivir, pero también le dieron la chance de que no tuviera que pasar todo eso solo. En uno de sus regresos a la provincia natal, durante el invierno, conoció a Amalia García. Corría el año 1944, calcula su familia, y hacía poco que ella también se había recibido para dar clases. Sin embargo, “él debía volver al sur para el semestre escolar, la veranada. [Así que] antes de partir, le dejó en las manos un anillo, su pañuelo y un beso que a ella se le escurrió entre los dedos. ¡Lo que habrán sido esos meses, Amalia!”, relató Leonardo en el blog que armó con fracciones de esta historia. Recuerdos con un poco de ficción, quizás, pero cargados de las emociones que también construyeron sus raíces.

Metáforas aparte, lo cierto es que al poco tiempo, la joven aceptó la invitación que José le había dejado picando. Se casaron y las vías hasta Zapala terminaron de separarla de todo lo que ella había conocido hasta ese momento, en su Triunvirato natal, para sumergirla en lo que se venía. Eso sí, “no bastó con agotar los rieles: para llegar a la Cordillera del Viento hay que salirse de la huella una y otra vez”, siguió la historia su nieto. “Los abuelos fueron ganando altura con la ayuda de viejos amigos del pago, equilibristas entre el aplomo de la montaña y el rostro verde del precipicio”, agregó. Hasta que llegaron, cubiertos de tierra.

“Éste es el Cerro Negro”, le dijo ‘Pepe’, “y ese otro más bajo, el Caepe Malal. Esa casita en la ladera, es nuestro hogar”,

le señaló.

Maestros, jueces y médicos


De sustento agrícola y ganadero, el paraje los recibió con lo poco que podía ofrecerles. Y a partir de allí comenzaron las experiencias, una detrás de otra, que Amalia con los años terminó plasmando en un libro: “Partir y andar”.

Siguiendo las recomendaciones de Pepe, habían comprado provisiones, ropa y el calzado adecuado para el terreno que los esperaba. Pero a medida que ella intentaba adaptarse, se fue dando cuenta de que por ser alguien ‘con estudio’, les iba a tocar desde enseñar a leer e interceder en un conflicto entre vecinos, hasta asistir heridas de urgencia, provocadas por una disputa en el boliche local. Su libro de recetas de cocina quedó obsoleto ante la falta de los ingredientes procesados de ciudad y sus brazos dóciles tuvieron que hacerse fuertes para cinchar un caballo.

Amalia a caballo, en una de las salidas por el valle. Gentileza Leonardo Venezia.

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El vínculo con la infancia del lugar, por su parte, les puso delante de los ojos, una realidad que superaba, por lejos, la más cruda de las supersticiones de ese valle neuquino. “En el cerro Caipe (dicen), detrás mismo de la escuelita, aparece una mula desbocada, que cuando corre larga un aullido infernal. En el cañadón, cerca del puesto de Don Leontino, a eso de la medianoche se escucha el llanto de un inocente en pena. ‘¡Supersticiones!’, decía la abuela”, recordó Leonardo en sus microrrelatos. Miedo de verdad sentían los alumnos de la Escuela N°49, cuando no querían volver a su casa después de que sonara la campana. O cuando venían hasta donde los maestros a pedir ayuda, porque su hogar era de todo menos un nido seguro. Por los locales y por los que llegaban, asaltando, desde afuera. ¿Quién cuidaba de ellos?

La adopción de dos hermanitos, “E” de 12 años y “R”, de apenas dos, fue la solución que encontraron en uno de todos esos casos. Amalia y José habían tenido sus hijos, de hecho fueron tres (Mimí, Juan José y Néstor), que nacieron en medio de esa etapa tan comprometida. Pero el lazo con sus polluelos del aula y del paraje, fue tan profundo, que apostaron el todo por el todo.

“La miseria era total y el aspecto material, era lo de menos. Era una carencia completa de objetivos, y tantas veces, hasta de afecto”,

decía Amalia.

El adiós y el nuevo comienzo


El tiempo pasó y con la familia ya en edad de seguir avanzando en sus estudios, el matrimonio docente decidió volver a la ciudad. 1954, dice el archivo del CeDIE. Después de un tiempo en Lincoln, terminaron instalándose del todo en La Plata. Ahí Amalia supo que si bien había logrado hacer frente a la prueba en Caepe Malal, el proceso no había sido gratis. El cambio cultural, de prioridades y de sensaciones fue abismal. Y ella ya no era la misma, a pesar de haber estado de visita en cada receso de invierno y cada nuevo nacimiento.

En esta etapa, José falleció el 3 de noviembre de 1977, afirmó Leonardo. “¡Se me fue tan pronto!”, decía su abuela cuando lo recordaba. Para ella, la vida se había convertido desde entonces en “una espera, nada más, por el resto de mis días”. Sus hijos adoptivos también vivieron allí con ellos, hasta que “E” cumplió la mayoría de edad y volvió con “R” a la Patagonia. Hoy esa alumna del campo tiene más de 90 años. Aún vive en Neuquén Capital.

Después de la partida de los Venezia, la escuela cambió de número dos veces y de sede, una vez más. Hoy es la N°331, con edificio del recordado Plan Quinquenal. A metros aún resisten las paredes que vieron pasar a los maestros de esta nota. Ese rancho de adobe fue restaurado y allí se instaló en 1993 el Museo de Sitio “Arqueóloga Ana María Bizet”, para resguardar los objetos hallados en entierros indígenas, localizados en ese sector. Quizás sean esos tesoros de los que le hablaban sus estudiantes en los paseos al cerro que solían compartir.

Foto: Sitio Oficial de Turismo de Neuquén.

***

Finalmente, Amalia murió un 11 de septiembre, su día en el calendario de efemérides, allá por el año 2004. “Imagino que antes de acostarse”, escribió Leonardo en su crónica, “ella revisaba una vez más las llaves de la puerta. Pero nunca encontró un cerrojo para todo aquello que le brotaba desde adentro”.

Reflexivo y hasta crítico al respecto, opinó que la historia de sus abuelos paternos responde a un ciclo que no es nuevo y que se repite cada vez que una cultura o avance tecnológico llega para imponerse en el estilo de vida de quienes lo precedieron. Así como lo vivieron los pueblos originarios con la conquista, lo volvieron a pasar sus ancestros cuando quisieron readaptarse a una sociedad que ya les era ajena. Así como la alfabetización que José y Amalia llevaron incluía sus beneficios, también se posó por encima de los conocimientos ancestrales de sus pequeños.

En medio de estos pensamientos encontrados, tanto Leonardo como su tía Mimí, visitaron Caepe Malal para reencontrarse con esos orígenes. Es ella la que junto a sus hermanos, padres, primos y tíos le ayudan a alimentar este proyecto que bautizaron “La Cordillera del Viento”, un regalo para los adultos del árbol genealógico y también para los nuevos de la familia Venezia, como Lucía, la hija de Leonardo y su pareja Ada Saray. Quienes quieran conocerlo, pueden encontrarlo en la web y en Facebook.


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