La Peña: siestas de limas y mandarinas teñidas de colores
Las siestas de mandarinas eran unos de los momentos que más esperábamos en la infancia. Una cita ineludible con las mandarinas criollas, de cáscara fácil de sacar, muy sabrosas y con pocas semillas.
También había espacio para las limas, fruto muchas veces confundido con la lima-limón que no tiene nada que ver con la lima. Justamente la lima es un cítrico de apariencia similar al limón, solo que un poco más chato, sería como un limón aplastado en sus puntas. De aroma y sabor muy diferentes y sobre todo con una dulzura impensada en un limón.
Eran tiempos en que la lógica de la abundancia hacía que justamente mandarinas y limas no valieran nada, pero que esperábamos todo el año para que en las siestas templadas de invierno en el norte argentino, nos sentáramos con una bolsa grande a comer. Los límites los ponía el dolor de panza. Pero era casi ritual eso de almorzar y esperar una hora más o menos para dedicarnos a comer mandarinas o limas.
El piso quedaba naranja o amarillo según sea el caso.
Está tan arraigada esa costumbre en el norte del país que pasan los años y se impone que entre mayo y junio ante la cosecha de esas frutas, se instale en las familias la idea de olvidar la siesta y darle lugar a las limas y mandarinas.
Las limas tienen otra etapa que es la época del dulce, que como aquí en la Patagonia, se hace y se guarda para todo el año. Las limas se convierten en dulce o en limas en almíbar, postre poco conocido, pero presente aún en estos días.
Pero las siestas de mandarina eran y son como un encuentro familiar. Porque servían para recuperar energías, para planificar la tarde, eran la pausa entre la escuela de la mañana y las tareas que nos daban para el hogar. Y también implicaba que a uno cada día le tocara limpiar el piso regado de cáscaras que teñían de colores cada siesta. Por suerte, esas costumbres siguen en pie, aunque ya no sean gratis y haya pasado el tiempo en que mandarinas y limas se regalaban.
Las siestas de mandarinas eran unos de los momentos que más esperábamos en la infancia. Una cita ineludible con las mandarinas criollas, de cáscara fácil de sacar, muy sabrosas y con pocas semillas.
También había espacio para las limas, fruto muchas veces confundido con la lima-limón que no tiene nada que ver con la lima. Justamente la lima es un cítrico de apariencia similar al limón, solo que un poco más chato, sería como un limón aplastado en sus puntas. De aroma y sabor muy diferentes y sobre todo con una dulzura impensada en un limón.
Eran tiempos en que la lógica de la abundancia hacía que justamente mandarinas y limas no valieran nada, pero que esperábamos todo el año para que en las siestas templadas de invierno en el norte argentino, nos sentáramos con una bolsa grande a comer. Los límites los ponía el dolor de panza. Pero era casi ritual eso de almorzar y esperar una hora más o menos para dedicarnos a comer mandarinas o limas.
El piso quedaba naranja o amarillo según sea el caso.
Está tan arraigada esa costumbre en el norte del país que pasan los años y se impone que entre mayo y junio ante la cosecha de esas frutas, se instale en las familias la idea de olvidar la siesta y darle lugar a las limas y mandarinas.
Las limas tienen otra etapa que es la época del dulce, que como aquí en la Patagonia, se hace y se guarda para todo el año. Las limas se convierten en dulce o en limas en almíbar, postre poco conocido, pero presente aún en estos días.
Pero las siestas de mandarina eran y son como un encuentro familiar. Porque servían para recuperar energías, para planificar la tarde, eran la pausa entre la escuela de la mañana y las tareas que nos daban para el hogar. Y también implicaba que a uno cada día le tocara limpiar el piso regado de cáscaras que teñían de colores cada siesta. Por suerte, esas costumbres siguen en pie, aunque ya no sean gratis y haya pasado el tiempo en que mandarinas y limas se regalaban.
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