La solidaridad imposible

Gracias a los avances tecnológicos recientes, en especial de los relacionados con las comunicaciones electrónicas, se difunden en “tiempo real”, es decir de manera instantánea, videos de las batallas, matanzas y otras atrocidades que se dan a diario en diversos países del norte de África y el Oriente Medio. Así, pues, mientras que en el pasado quienes vivían lejos de lugares convulsionados podían distanciarse anímicamente de lo que estaba sucediendo, en la actualidad les es mucho más difícil permanecer indiferentes ante los horrores que ven en la pantalla de un televisor o computadora. Sin embargo, la sensación de proximidad que se ha visto posibilitada por la tecnología se ha intensificado justo cuando el grueso de los habitantes del mundo desarrollado quiere mantenerse alejado de los conflictos que están desgarrando tantos países musulmanes. Muchos desean dar socorro a las víctimas de la violencia salvaje que ya es rutinaria en algunas partes del mundo, pero parecería que nadie sabe muy bien cómo hacerlo. Una minoría reclama que intervengan las potencias militares del Occidente por motivos humanitarios o para defender sus propios intereses nacionales, pero la mayoría se opone por entender que, a la larga, los esfuerzos por ayudar serían contraproducentes y, lo que les parece igualmente importante, costarían demasiado, puesto que si bien no sería difícil ocupar un país violento atrasado, tendrían que pasar décadas antes de que en él se consolidaran instituciones democráticas capaces de permitir la convivencia pacífica. La idea de que sería suficiente derrocar a un dictador excepcionalmente cruel para que lo sucediera un mandatario elegido murió en Irak que, luego de algunos años como un protectorado norteamericano, se transformó pronto en un campo de batalla entre facciones religiosas y étnicas irreconciliables. Hay un consenso de que, si bien la no intervención occidental podría tener consecuencias terribles para decenas de millones de personas, la intervención sólo serviría para, a lo sumo, asegurar una tregua pasajera y, lo que sería peor, permitiría que los combatientes culparan a los norteamericanos y europeos por todas las muchas deficiencias de su propia sociedad. El dilema así planteado sería más sencillo si fuera posible impedir que los conflictos del mundo musulmán tuvieran repercusiones en el resto del planeta, pero es evidente que éste dista de ser el caso. Una secuela inmediata de las luchas despiadadas que están librándose en el Oriente Medio y África ha sido la migración de una cantidad enorme de personas hacia Europa y, en menor medida, América del Norte. De ser cuestión sólo de migrantes “económicos”, dejarlos entrar sería problemático en sociedades en las que el desempleo ya está volviéndose estructural, pero también es necesario tomar en cuenta el hecho desafortunado de que pueblos de tradiciones culturales tan distintas como las de Europa y los países islámicos raramente logran convivir en paz. Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados, ya hay tantos –51,2 millones– como en la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces la población del mundo se ha triplicado, pero no sorprendería que en los años próximos también lo hiciera el número de desplazados por guerras civiles como las de Siria e Irak, Nigeria, Somalia y la República Centroafricana. Aun cuando la multitud de refugiados que viven en campos improvisados no incluyera a yihadistas resueltos a atacar a sus anfitriones eventuales, de trasladarse muchos a un país relativamente próspero llevarían consigo sus propias modalidades que, huelga decirlo, no son las del mundo desarrollado, razón por la que es poco realista la actitud de los que, como el papa Francisco, critican a los europeos y norteamericanos, pero no a los latinoamericanos, por negarse a abrirles las puertas. La alternativa elegida por los gobiernos occidentales consiste en limitarse a aportar fondos a países musulmanes por ahora estables como Jordania y Turquía para que se encarguen de sus correligionarios. Dadas las circunstancias, parece ser la menos mala concebible, pero no logrará mucho más que atenuar lo que para una cincuentena de millones de hombres, mujeres y niños es una tragedia terrible, una que, puede preverse, afectará a muchos otros en los años próximos.

Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 5.124.965 Director: Julio Rajneri Codirectora: Nélida Rajneri de Gamba Vicedirector: Aleardo F. Laría Rajneri Editor responsable: Ítalo Pisani Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA – Lunes 30 de junio de 2014


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