Librepensadores se la tomaban con el alcohol

Por Mabel Bellucci

Hacia fines y principios de siglo, en esa Argentina deslumbrada por el progreso ilimitado, el consumo de bebidas alcohólicas tuvo sus fuertes detractores dentro de las vanguardias obreras anarquistas y socialistas. Estos grupos de inmigrantes europeos veían en las costumbres etílicas del trabajador una amenaza presente. Para ellos, destruir o modificar el orden burgués significaba, entre otras cosas, mantenerse alejados de los vicios triviales de las clases dominantes y, en especial, de las masas. Por lo tanto, la abstención representaba una responsabilidad ética de todo librepensador que se empeñaba en subvertir las convenciones sociales. Vale decir: los hábitos de entretenimiento y placer mundano -entiéndase el cigarro, las comilonas, el alcohol, el juego por dinero, los festejos de Carnaval, el fútbol- tenían mala prensa entre los predicadores temperamentales de la reforma social. Tanto es así, que en el Primer Congreso Femenino Internacional, celebrado en el festivo Buenos Aires del centenario, mientras asomaban reivindicaciones inaugurales, tales como la paridad de derechos políticos y civiles entre ambos sexos, también se llamaba a propagar los peligros del beso social y el mate, como fuentes transmisoras de enfermedades infecciosas.

Habrá que valerse de una mirada risueña para entender a todos esos enunciados principistas como testimonios candorosos y, a su vez, inferir que los mismos no siempre fueron hegemónicos al interior del campo libertario. En suma: dado que auguraban una revolución, solamente las pasiones sin ningún tipo de frenos provocarían las condiciones necesarias para el compromiso total, y en esto las inclinaciones a los excesos representaban una traba.

El mayor atajo que generaban las bebidas alcohólicas era la desconexión de la masa obrera de sus obligaciones revolucionarias y laborales. Necesariamente perturbaba la lógica disciplinaria que encerraba el régimen de trabajo inhumano.

En estas campañas morales con un fuerte acento pedagógico, el control se ejercía sobre los hombres y, más que nada, sobre aquellos que tenían una familia numerosa. Cuando esa mirada censora se centraba en las mujeres era, básicamente, por ser prostitutas o por llevar una vida díscola, no acorde con el modelo tradicional femenino. Tanto los sectores más retardatarios como la progresía política y cultural, no vislumbraron que el fenómeno de la modernidad encerraba cambios no previstos. Es por ello que las vanguardias obreras insistirían en que las mujeres se abstuvieran de concurrir al mercado laboral, excepto en casos de extrema miseria. El mundo fabril, si bien representaba un campo fértil para la propagación del ideario librepensador, también significaba un espacio de socialización de tentaciones mundanas y viciosas.

En cuanto al comercio sexual, representaba la causa fundamental de conductas distorsionantes en los varones. Las prostitutas atraían a sus clientes a los cafés, a los juegos ilícitos, a las salas de baile y al alcoholismo.

Recordemos que las líneas rectoras del pensamiento de principios de siglo fueron las ciencias sociales y médicas, las cuales podían resolver los graves problemas de la salud, la perfección física y moral. Y las vanguardias librepensadoras hicieron uso de estos recursos, comprometiéndose a cientificar su prédica para llegar a entender desde la práctica el fenómeno de la desigualdad y la injusticia social. De todas ellas, las más valoradas fueron la eugenesia -preservación de los dones más altos de la especie humana y mejoramiento de la raza- y el higienismo social -discurso médico que inculcaba mejores prácticas sanitarias y una reforma moral de las clases subalternas para enseñar nuevas normas de comportamiento por el bienestar de las generaciones futuras-.

El predominio del alcohol en los sectores populares -tanto urbanos como rurales- significó una forma más de resistencia individual a la explotación del trabajo. Por supuesto que ésta no sería la única expresión de rechazo: el ausentismo, el robo, el sabotaje, la deserción, del mismo modo representaban estrategias de rebelión contra el mundo laboral.

Aun así, las condiciones teóricas y mentales de nuestras vanguardias no estaban preparadas para entender las diferentes salidas autónomas que se daban los obreros a su propio malestar, situaciones que encerraban, la mayoría de las veces, inflexiones y desencuentros entre unos y otros.

No sólo se necesitó más olfato sociológico sino también una mirada más acorde con las subjetividades sociales que intentaron representar. Por lo tanto, los articulistas de la prensa obrera de la época recurrían a un tono moralista, marcando la ausencia de un trabajador modelo, responsable de sus actos. Así, ambas vertientes, socialistas y anarquistas, lanzaban sus dardos contra el alcoholismo y las diversiones, consideradas como prácticas usuales entre la masa salarial inmigratoria y criolla.

Finalmente, si el impacto renovador de las progresías vanguardistas se palpó en el intento de construir una nueva lógica social desligada de la propiedad y del control autoritario, no fue así en el terreno de los entretenimientos y placeres mundanos, entendidos como costumbres equivocadas. Terreno en el cual el predominio de convenciones tradicionales impuso una visión fuertemente prescriptiva, más detenida en el tiempo y sin ese valor crítico de sus tentativas de subvertir el orden instituido.


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