Lo que no vemos

La empresa china Huawei es la más avanzada en esta tecnología, por eso el gobierno de Trump quiere frenarla. El gesto censor nace de una ficción: la que sueña con controlar todo haciendo desaparecer lo que se considera nocivo. Pero lo nuevo, lo avanzado, no se puede eliminar.

Equipos chinos de 5G exhibidos en la Semana de la Tecnología, en el museo militar de Beijing.

Los cambios suceden tan rápido que nos dan vértigo y desconcierto. Vértigo por la velocidad; desconcierto porque nos adaptamos también muy rápido: cuando miramos cómo vivíamos hace apenas diez años nos parece mentira. Hace 18 años, durante el estallido de la crisis del 2001, la gente pagaba sus facturas por caja bancaria. Hoy la inmensa mayoría de las operaciones bancarias se hacen por homebanking. Pasamos de estar 45 minutos en la cola del banco a desesperarnos si la página de nuestro banco tarda diez segundos extra en cargarse en la pantalla.

Hemos olvidado mucho de lo que la vida cultural y política nos daba antes de internet, por ejemplo: existía la censura explícita. Sin embargo, la censura total era rara: ningún poder se ufanaba de ella, preferían que los propios creadores se autocensuraran.

Desde que existe internet eso ha cambiado radicalmente: al menos en Occidente, hoy la censura ya no funciona como antes y tiene, además, un sentido paradójico. Por un lado, existe lo que se llama el efecto Streinsand: la censura termina siendo una publicidad para lo que se quería censurar. El nombre del efecto proviene de la cantante Barbra Streisand, quien denunció en el 2003 al fotógrafo Kenneth Adelman y a la página de fotografías pictopia.com y les exigió un pago de 50.000.000 de dólares por haber publicado en esa web una fotografía de su casa en la playa.

La foto de la casa de Streisand formaba parte de una fotografía de la costa de California en la que aparecían varias otras mansiones. Con su juicio, Streisand logró el efecto contrario al buscado (que era proteger su privacidad): una foto que había tenido una difusión extremadamente pequeña fue vista por millones de curiosos y hoy ilustra el artículo de Wikipedia sobre el “efecto Streisand”.

Por otro lado, hay una nueva forma de censura, que ya no ejercen los gobiernos, sino instituciones culturales y empresas. Una radio FM de la ciudad de Buenos Aires decidió no emitir música de Michael Jackson, ya que considera que un documental que lo acusa de ser paidófilo es suficiente prueba para defenestrar al artista muerto hace diez años. Amazon no estrena el último filme de Woody Allen -del que tiene los derechos- porque teme el repudio del movimiento feminista norteamericano que considera a Allen un monstruo. Roman Polanski, uno de los genios de la historia del cine, fue echado de la Academia de Hollywood hace unos meses por presión de ese mismo movimiento por hechos que sucedieron hace casi medio siglo.

La lista de censura de producciones culturales es inmensa. Para mostrar que el clima censor actual es aún más represivo en lo moral que el que existía en los años 50 del siglo XX (cuando se estaban diluyendo los últimos efluvios de la moral victoriana) basta un ejemplo: el libro “Lolita” -que causó escándalo por aquellos años pero que pudo publicarse en casi todas partes sin problemas- hoy es editado por Anagrama con una tapa que claramente dice lo contrario de lo que el libro de Vladimir Nabokov busca expresar.

También tenemos otras formas de censura: las que surgen del gusto. En los medios masivos se suelen privilegiar los tipos de notas que el público habitual prefiere. Un asesinato escabroso tiene mayor cantidad de lectores que una noticia sobre ciencia. Sin embargo, son las noticias sobre tecnología las que van a cambiar nuestro panorama cultural, económico y político.

La gran noticia de la semana apareció en la sección Economía de algunos medios, pero su influencia en nuestras vidas será central: el gobierno de EE. UU. quiere que las empresas norteamericanas no le brinden acceso a sus tecnologías a las empresas chinas de telecomunicaciones.

En un mundo tan interconectado las prohibiciones comerciales o las censuras morales solo traen más problemas que soluciones.

Parece una tontería o algo solo para especialistas, pero incide poderosamente en la forma en que nos comunicamos y en el próximo paso que se viene: la conectividad 5G, que multiplicará la velocidad de conexión a internet móvil al menos por 100 y, además, permitirá conectar a muchísimos más aparatos, hacerlo de manera continua (con interrupciones de menos de un milisegundo, lo que permitirá que circulen sin problemas vehículos sin conductor humano) y consuman un 90% menos de energía.

La empresa china Huawei es la más avanzada en esta tecnología, por eso el gobierno de Trump quiere frenarla. El problema es que muchas de las empresas norteamericanas tienen a China como su principal mercado (entre otras, Apple, la dueña del iPhone).

En un mundo tan interconectado las prohibiciones comerciales o las censuras morales solo traen más problemas que soluciones. El gesto censor nace de una ficción: la que sueña con controlar todo mediante el simple acto de hacer desaparecer lo que se considera nocivo. Pero lo nuevo, lo experimental, lo más avanzado tecnológicamente, no se puede frenar, salvo que aceptemos retroceder en la historia (lo que, por lo demás, es imposible).

Vivir es complejo. Prohibir o censurar son ideas simplistas. Tranquilizan a los desesperados, pero a la larga causan más daño y se lo causan también a los que impulsaron las prohibiciones.


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