Los cínicos no fundan imperios

Pensar críticamente siempre supone un enfrentamiento con las creencias de la época. El papel crítico del filósofo, el artista o del científico va a contramano del rol del político o el sacerdote.

Alejandro Magno, en un detalle del mosaico sobre la batalla de Issos hallado en Pompeya.

La historia del pensamiento crítico es una continua lucha contra las creencias establecidas. En primer lugar porque cuando esas creencias se convierten en convicciones (es decir, fundan las conductas y rigen las acciones de las personas) terminan naturalizándose. La inmensa mayoría no se da cuenta de que sus creencias son producto de imposiciones sociales que pertenecen a la época y el contexto histórico y social en el que vive: las cree “naturales”. Pero no hay nada más ligado a una época que lo que la gente cree que es “normal” o “lógico”. Y por eso las creencias cambian constantemente, aunque algunas perduren siglos y otras se desvanezcan rápido.

Pensar críticamente siempre supone un enfrentamiento con las creencias de la época. El papel del filósofo, el artista o del científico va a contramano del del político o el sacerdote. Mientras que el filósofo (o el artista o el científico) solo avanza si pone en cuestión no solo las creencias de la época, sino también los saberes heredados, los políticos y sacerdotes son los gestores del pensamiento masivo en un estado determinado.

Para que una sociedad compleja funcione es necesario que haya mitos en común que sean creídos por todos (o por la inmensa mayoría). Los cínicos (y los intelectuales, científicos y artistas) son los que critican y desmantelan esos mitos. Por eso son siempre minoritarios, están siempre mal vistos por las mayorías y no suelen construir imperios. La frase es de Yuval Noah Harari y está en su libro “De animales a dioses, breve historia de la humanidad”.

Los cínicos no fundan imperios porque para fundar un imperio (y para regirlo, incluso para reformarlo) hay que creer en la necesidad del imperio.

Alejandro Magno creía realmente que su campaña desmesurada (conquistar todo el mundo conocido e ir más allá de todo límite, escalando las montañas más altas, cruzando los desiertos gigantescos, bajo la nieve y bajo sol abrasador) era una misión: estaba decidido a construir un único gobierno mundial en el que todos los hombres fueran hermanos y vivieran en paz.

En la época de Alejandro era una idea extrañísima. No solo iba a contracorriente de todo lo que se pensaba en el mundo mediterráneo al que Macedonia -su patria chica- pertenecía, sino que era incomprensible. El mundo en el que él nació y vivió estaba acostumbrado a pensar a la ciudad como la máxima organización humana posible y deseable. A lo sumo, se toleraban federaciones o alianzas de ciudades para lograr un fin en común (por ejemplo, defenderse de una invasión muy poderosa, que una sola ciudad no podía enfrentar sola). Pero nadie creía que todos los hombres eran hermanos ni que el completo planeta pudiera ser manejado por un solo gobierno universal.

En Occidente estamos pasando de una visión de lo social regida por las creencias religiosas a una visión del mundo regido por una racionalidad instrumental que no termina de enamorar a nadie.

Faltaban siglos para que esa idea de Alejandro fuera retomada por la iglesia católica, ya instituida como poder espiritual oficial de todo el Imperio Romano. Y recién, a nivel explícitamente político, se volvió a discutir en 1945, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando se debatió crear una organización mundial en la que se pudieran solucionar pacíficamente todos los grandes problemas del planeta: las Naciones Unidas, un germen de lo que alguna vez podrá llegar a ser un gobierno universal.

Alejandro creía en ese gobierno universal. Los cínicos, no. Hay una anécdota famosa sobre Alejandro y el fundador del cinismo que muestra claramente la diferencia entre ellos. El gran guerrero llega a una ciudad en la que está Diógenes y pide ir a conocer al filósofo. Diógenes estaba semidesnudo, sucio y tirado en el piso. Alejandro le pregunta qué puede hacer por él (suponiendo que como emperador podría darle un cargo para que viviera en mejores condiciones materiales). Diógenes le pide que se corra, porque estaba tomando sol, y Alejandro se lo tapó.

Sin mitos compartidos no hay vida social en común. La distancia es absoluta entre las creencias de Alejandro Magno (el poder político como transformador de la realidad) y las de Diógenes (todo lo humano es mera vanidad, en especial esas ficciones en las que creía Alejandro).

Los actuales enfrentamientos políticos, ideológicos y culturales (que se producen en todo el mundo) muestran que estamos en un momento de gran cambio cultural. En Occidente estamos pasando de una visión de lo social regida por las creencias religiosas a una visión del mundo regido por una racionalidad instrumental que no termina de enamorar a nadie.

¿Aparecerá alguna creencia tan poderosa como fueron en su momento los monoteísmos o el ideal de los derechos humanos -que tiene apenas dos siglos de vida, pero que ya no parece suficiente-? No lo sabemos, pero sin alguna creencia compartida las sociedades no funcionan. Se vuelven cínicas.

Y los cínicos no fundan imperios (ni pueden ayudarnos a vivir en ellos).


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