Los límites del pluralismo

Por James Neilson

Las sociedades occidentales modernas son esencialmente pluralistas. Rechazan la discriminación por cualquier motivo, sea éste racial, social, religioso, político, sexual o físico. En ellas, autoritarismo es una mala palabra. Pocos días transcurren sin que alguna que otra colectividad, trátese de travestis, obesos, miembros de un pequeño culto místico o seguidores de un gurú ideológico, denuncie con indignación la actitud poco amable de quienes no la quieren y, por lo común, los demás le abren un espacio reconociendo sus «derechos». Pero tanta inclusividad supone un precio. Para que un grupo sea tolerado es necesario que sea tolerante él mismo, lo cual plantea una dificultad insuperable a los comprometidos con idearios absolutistas. Si uno cree firmemente que la fe propia es la única verdadera, es un crimen de lesa humanidad permitir que otros persistan en el error. Mal que bien, el pluralismo requiere cierta dosis de escepticismo, cierta voluntad de aceptar que aunque uno está convencido de tener toda la razón, sería mejor no actuar en consecuencia.

Para que esta civilización omnívora se universalice, pues, le será preciso socavar la fe de los que, al anteponer sus exigencias a la armonía, se resisten a abandonar el sueño de obligar, por los medios que fueran, a todos a subordinarse a su esquema particular. Hasta hace muy poco, este proyecto en el fondo agnóstico y secular pareció avanzar con rapidez sorprendente. Con muy pocas excepciones, las confesiones cristianas ya se habían resignado al dominio de la idea pluralista, acaso por saberse demasiado débiles como para seguir aspirando a ser totalitarias. El judaísmo, acostumbrado desde hace milenios a su condición orgullosamente minoritaria, se concentraba en defender el pluralismo fuera de Israel y sus prerrogativas dentro del «Estado judío». El hinduismo, lo mismo que el paganismo en los imperios helenísticos y el romano, es por su multitud de dioses pluralista por antonomasia. El confucianismo se parece más a una tradición ética que a una religión. En cuanto a los cultos políticos totalitarios, el comunismo y las diversas formas del fascismo se convertían en fenómenos meramente marginales.

Queda el Islam que, como los sucesos terroríficos del 11 de setiembre nos recordaron, cobija a muchos que no tienen la menor intención de abrazar el pluralismo occidental. Saben que es incompatible con la fe absoluta, que por depender de la tolerancia mutua en efecto niega que algunos puedan tener un monopolio de la verdad, lo cual es una forma de repudiar a «su» verdad, a la supremacía de Alá. Para los que toman por axiomática dicha supremacía, la lógica de los «fundamentalistas», es decir, de los que realmente creen en lo que juran creer, es inapelable y «la guerra» contra los reacios a someterse es una consecuencia natural. Puesto que son muchos los que piensan de esta manera, eliminar el peligro que plantean será a la vez muy difícil y con toda probabilidad muy sanguinario. Las sociedades pluralistas pueden tolerar casi todo, salvo el fanatismo de los que desprecian la tolerancia misma.

¿Cuántos fanáticos están dispuestos a sacrificarse por su fe y a matar a los infieles, sean éstos militares o civiles, representantes de gobiernos o turistas sueltos? Es imposible saberlo con exactitud, pero no cabe duda de que se cuentan por miles, tal vez centenares de miles. De ellos, parecería que los más temibles no siempre proceden directamente de Arabia Saudita, Egipto, Argelia, Pakistán o Afganistán, sino también de las inmensas y a menudo pobres comunidades musulmanas de Francia e Inglaterra donde, a diferencia de sus contemporáneos de otros cultos, suelen atribuir todas sus frustraciones a la hostilidad de «los cristianos», «judíos» o «ateos decadentes» y, lo que es normal cuando de varones jóvenes se trata, se sienten fuertemente atraídos por la idea de renacer como un guerrero santo bien entrenado por expertos en lugares para ellos exóticos para entonces vengarse de los agravios sufridos. Por supuesto, muchos terminan desilusionados luego de descubrir que el Islam militante no era lo que tenían en mente cuando se rebelaron contra un statu quo banal y los prejuicios ajenos, pero para entonces desandar el camino no les resulta nada fácil: puede que sea valorado en Europa el derecho de todo joven a hacer gala de su desaprobación del universo, pero en Asia o Africa del norte el disenso suele ser tratado con brutalidad.

Lo que distingue a estos musulmanes occidentalizados que repudian al Occidente de sus compatriotas de formación distinta que, mal que les pese, nunca traspasarán las fronteras de su propia civilización, es que pueden identificarse con una causa que, lo mismo que la encarnada por el comunismo, les ofrece la posibilidad de actuar en un gran drama cósmico. Para ellos, y también para sus coetáneos en los países musulmanes mismos, el Islam, un credo envolvente que incide muchísimo más en la vida de los fieles que el cristianismo o judaísmo modernos, cumple un papel muy similar a aquel del nacionalismo en Occidente antes del fin de la Segunda Guerra Mundial. Millones de alemanes, ingleses, rusos, franceses, japoneses y norteamericanos inteligentes, entre ellos los productos de las mejores universidades, mataron y murieron bendecidos por clérigos y celebrados por poetas y filósofos sin que nadie, fuera de una minoría excéntrica, considerara demente su conducta. ¿Por qué, pues, extrañarse por el fervor a la vez suicida y asesino de los islamistas? Cualquiera que se ha dado el trabajo de leer algunos libros de historia sabrá que son «normales», que el pluralismo tolerante propio de la democracia euroamericana es decididamente menos «natural» que la pasión por la uniformidad.

A pesar de su poder abrumador, por querer ser pluralistas, tolerantes y democráticos, los países occidentales se sienten en desventaja frente a los que rehúsan compartir sus valores. Les cuesta hacer frente a un ataque como el perpetrado el 11 de setiembre porque la mayoría da por descontado que sus ideales deberían respetarse en todas partes. Aunque las esporádicas manifestaciones de hostilidad contra presuntos musulmanes en Estados Unidos y Europa han preocupado mucho tanto a las autoridades como a las elites intelectuales, pocos han reparado en el hecho significante de que en las semanas que siguieron a la matanza de miles de personas en Nueva York y Washington y antes de que los norteamericanos dispararan contra un solo sospechoso, las calles de docenas de ciudades musulmanas se llenaron de turbas furibundas que vociferaron amenazas sanguinarias contra todos los occidentales mientras que en el Occidente mismo no se produjo ningún alboroto antiislámico. Asimismo, muchas personalidades públicas reaccionaron buscando las causas de la atrocidad en el propio Occidente, como si una banda de exaltados cristianos acabara de bombardear a Meca. Por supuesto, el sentido de culpabilidad así reflejado sólo sirve para confirmar las convicciones de los militantes islámicos que saben que el Occidente es fuente de todos los males: cuando hace tiempo un grupo de extremistas musulmanes sí llevó a cabo una matanza en la Meca, miles de paquistaníes enfurecidos se desquitaron incendiando la embajada norteamericana, aunque nadie creyó que Estados Unidos había tenido que ver con aquel crimen.

Desde el 11 de setiembre es dolorosamente evidente que el gran enemigo de los musulmanes es la solidaridad musulmana, la propensión de los moderados que están dispuestos a respetar el pacto tácito, de connotaciones muy profundas, que es necesario para que el pluralismo sea viable, a cerrar filas con los extremistas tratando una represalia contra los talibanes por una afrenta contra todo el Islam. Su actitud puede compararse con aquella de los muchos alemanes antes de 1945 que no eran nazis, pero que suponían que por patriotismo deberían negar o, al menos, minimizar el horror de lo que hacían en su nombre. Tal forma de reaccionar ante el avance del integrismo militante sería positiva si estuviera acompañada por la voluntad por parte de los musulmanes moderados de eliminar ellos mismos la amenaza que plantean sus congéneres fanatizados, pero aún no hay señales de que muchos se hayan preparado para hacerlo. Antes bien, en lo que es una confesión de impotencia y por lo tanto de fracaso, los muchos que preferirían no participar en una guerra santa que, de prolongarse, tendría consecuencias catastróficas para el mundo musulmán, suponen que por ser cuestión de un problema muy grave la responsabilidad de solucionarlo es exclusivamente occidental.


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