Los únicos privilegiados

José María Maitini *

«Firmeza y disciplina. Y si se pudre, palo y garrote», dijo el Director Cerviño. Hablaba desde una butaca roída por todos los veranos, mancillada por el tiempo. Ya se acostumbrará a esta casa de muertos, Sargento Muñoz. O sepulcro de vivos. Depende de la traducción. ¿Leyó a Dostoievski, no?

Muñoz, con excesivos inviernos policiales encima, entraba a otro mundo. Siempre cumplió la función policial con disciplina estoica. Sin embargo, ahora, sospechó que le exigían una distinta. Una nueva. Una de intramuros. Y el primer día no podía resultar tan malo ni sorpresivo. Se había preparado mentalmente para no flaquear. «El peor momento no será cuando usted entre Muñoz, sino cuando se vaya. Se le pondrá el mundo un poco extraño… pero se acomodará», aclaró Cerviño. «Y sepa, ¿eh? Es al revés: no es que salen de acá odiando el mundo sino que entran acá porque odian el mundo, ¿está clarito, no? Aprendételo bien. Y ante duda, recuerde: palo y garrote, ¿estamos?»

Desde aquella trágica muerte, su vida había dado un vuelco, digámoslo así, algo espiritual. Mantenía su firmeza y disciplina; esa misma pedida por Cerviño ahora. Conocía el garrote, tantos años en la calle… sabía la dureza del oficio. Pero la realidad tenía otra tintura desde que su pequeña no estaba. Su vecino, el pastor, fue determinante en ese cambio. Le enseñó a la Madre Teresa, a Gandhi, la parábola del hijo pródigo, el sermón de la montaña; mucha literatura también, sobre todo rusa. Nunca volvió a ser el mismo. «¿Dónde pondrás ese amor que ahora te sobra?, le decía el pastor. En algún lado lo tendrás que poner».

Muñoz ya era otro. Antes era guapo; ahora no entraba en ningún juego. Hacía su trabajo con dignidad, sin tomar ventajas. El amor es comprensivo Muñoz, decía el pastor. Si hacés el mal es cosa tuya. Haciendo mal no hacés mal al otro, sino a vos mismo. Y ojo con juzgar ¿eh?, se ponía pesado a veces. Recordá: uno juzga cuando no se perdona. «Policía blandengue, ¿qué te pasó?» le recriminaban colegas. No es blandura sino humanidad, se repetía. Su «nuevo comportamiento» llegó a oídos de los jefes. Esta postura nueva de Muñoz no gustó y de la calle (para que escarmiente, conjeturó después) lo llevaron al denso y ominoso penal de la ciudad de Cipolletti, provincia de Río Negro.

A pesar del disgusto, sin embargo, ahí estaba Muñoz ese primer día. Firme como siempre. Se entusiasmó que el Director haya nombrado a Dostoievski. Claro, el pastor. Si algún autor lo había marcado, ese fue el ruso. Como estampida se le vinieron a la mente fragmentos de novelas. Recordó en Los Demonios (1871) cuando Ivan Shatov aconseja: «Hable humanamente, por favor, aunque sea una vez en la vida»; recordó a Raskolnivov, diciéndole a Sonia al confesar el asesinato: «No es ante ti que me he prosternado, sino ante el dolor humano»; rememoró a J.D. Salinger citando a Dostoyevski, ese hermoso pasaje de: «Sostengo que el infierno es el sufrimiento de no poder amar». «Área interna», lo devolvió a la realidad el jefe. «Vas ahí».

Área interna es «el adentro del adentro». Es convivir con los ojos resignados de la población. Es el día a día. “No mientas ni preguntes por qué están acá”, le aconsejó un colega. «Si careteás, lo perciben al toque». Vos siempre decí «órdenes de arriba» y zafás del lío.

Con los días, comenzó a acostumbrarse al paisaje. Un gordo bizco en la 2; un flaco huesudo en la 4; muchos jóvenes. Un día, entre el chillido de los cerrojos, el abrir y cerrar puertas y el olor a encierro, los “pedidos” comenzaron a llegar. De todos los que pudo prever (un cigarro, “un pase” de alguna droga, alguna petaca) una sola le llamó la atención, la de Marcos, un señor pasados los 50: no veía a sus dos hijos mellizos, de 6 años, hace más de año y medio. Ni siquiera por pantalla de celular. Claro, la pandemia. Charla va, charla viene las semanas pasaron y, sin quererlo, entraron en confianza. «Muñoz, solo necesito una videollamada, diez minutos, para vernos la cara con mis hijos», suplicó Marcos en confianza. Verles la cara. Diez minutos. Nada más. Por favor…

Con espíritu ruso, aceptó el desafío. Pudo prever todo; el día, la hora, las circunstancias. Aquel día elegido, ultimaron detalles, coordinaron la acción y Marcos hizo la videollamada. Con un ojo estuvo atento del entorno; con el otro escudriñó la escena. El rostro de Marcos era diluvio.

Pasaron las semanas. Todo siguió su curso hasta hace dos días atrás. -«¿Qué sílaba de la palabra fir-me-za no entendió?» le gritó Cerviño. – Mire las cámaras. Despedido.

Muñoz…respiró profundo. Sin hablar, con su libertad cargada al hombro, dio media vuelta y salió. Pensó en esos nenes y en empezar ruso desde esta recóndita zona. Y recordó la Nro.12: los únicos privilegiados son los niños. Incluso, pensó, a costa de su propio laburo. En esta Nueva Argentina ellos deben ser los únicos privilegiados.

* Abogado, profesor de Letras


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