Mineros contra ambientalistas

Por su naturaleza, la minería es una actividad sucia que perjudica al medioambiente, razón por la que pocos la quieren en su propio vecindario, pero también produce mucha riqueza y puede crear una multitud de fuentes de trabajo, además de dar lugar a una cultura muy especial que en algunas partes del mundo es motivo de gran orgullo. No extraña, pues, que las batallas que están librándose en distintas zonas del país en torno a proyectos ambiciosos de minería a cielo abierto haya adquirido una carga emotiva sumamente fuerte, con enfrentamientos violentos entre quienes quieren prohibirlos y los resueltos a hacer de la Argentina un país minero equiparable con Chile, Canadá, Australia y Sudáfrica, entre otros que obtienen una proporción significante de sus ingresos de la explotación vigorosa de sus recursos. Hasta hace muy poco, los ambientalistas, aliados con vecinos preocupados de Famatina y otros lugares mineros, llevaban la voz cantante, lo que brindaba la impresión de que una mayoría abrumadora compartía su postura. Por lo demás, han contado con el respaldo de políticos opositores dispuestos a sumarse a una causa que les brindaba más pretextos para criticar al gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner que, para indignación de algunos progresistas, está impulsando –de forma muy discreta, acaso porque no confía demasiado en la lealtad de todos sus simpatizantes–, una actividad que, por distintas razones, nunca ha figurado entre las prioridades nacionales. Últimamente, empero, los favorables a la minería han comenzado a reaccionar en defensa de la política oficial, organizando manifestaciones en contra de los presuntos militantes ambientalistas que, a juzgar por su retórica, se oponen a cualquier intento de extraer oro, cobre u otros minerales de la madre tierra. Como no pudo ser de otra manera, entre los defensores de la minería está la Asociación Obrera Minera Argentina (AOMA), un sindicato que, a diferencia de sus equivalentes en otros países, nunca ha tenido mucha influencia aquí pero que en el futuro podría desempeñar un papel importante, además de las empresas de capital extranjero que, sorprendidas por las manifestaciones de hostilidad, están pensando en irse del país. Según los defensores de la minería, los contrarios a la actividad están “demonizándola” al dar a entender que usa cantidades colosales de agua y contamina zonas enteras con cianuro, pero que en realidad no priva a nadie de agua y las empresas están en condiciones de asegurar que el empleo de sustancias tóxicas no ponga en riesgo la salud de los obreros ni de quienes viven en las proximidades de las minas. Estarán en lo cierto, ya que las empresas de países como Canadá en que los movimientos ecológicos son muy fuertes han desarrollado métodos de control eficaces, pero ya es tarde para que los argumentos en tal sentido sirvan para convencer a los comprometidos con la lucha antiminera. Lo mismo que la oposición de los ambientalistas de Gualeguaychú a las pasteras finlandesas que se instalaron en Uruguay, el movimiento en contra de la minería a cielo abierto en una docena de provincias ha adquirido vida propia y cuenta con la adhesión de una multitud creciente de personas, incluyendo a algunas habituadas a apoyar al gobierno de Cristina. Además de suponer que la minería es antipopular por antonomasia, los militantes de este movimiento que ha cobrado fuerza con rapidez desconcertante se han sentido alentados por la represión de manifestantes en Catamarca, atribuyéndola a matones oficialistas que acusan de estar al servicio de empresas extranjeras interesadas en privarnos de nuestros recursos naturales. Como siempre sucede toda vez que surge una oportunidad, la represión motivó las protestas airadas de agrupaciones izquierdistas y una amplia gama de políticos opositores que acusan al gobierno nacional de estar detrás de “las patotas” y del accionar policial. Mientras tanto, el tema de fondo, si a la Argentina le convendría boicotear por razones ecológicas la minería a cielo abierto en lugares poco poblados, privándose así de muchos miles de millones de dólares que podría usar para mejorar el estándar de vida de sus habitantes, ha pasado al segundo plano.


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