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En todas partes, una amplia mayoría coincide en que por ser los banqueros y especuladores culpables de provocar, por su codicia e irresponsabilidad, una crisis financiera que ha tenido un impacto muy fuerte en la llamada “economía real”, a ellos les corresponde asumir todos los costos. Aunque muchos gobiernos se han comprometido a castigar a quienes a su juicio los están desafiando al continuar otorgándose premios multimillonarios, entienden que no les convendría asfixiar por completo el sector así supuesto porque hacerlo sólo serviría para agravar todavía más la situación ya peligrosa en que se encuentran sus respectivos países. Mal que bien, para funcionar, el capitalismo moderno precisa contar con mercados financieros que sean lo bastante flexibles como para repartir con rapidez los recursos disponibles a pesar de que periódicamente se formen burbujas que, al estallar, ocasionan pérdidas gigantescas. Lo ideal sería que, la regulación mediante, los líderes políticos lograran minimizar el riesgo para que en adelante no haya más crisis sistémicas y los forzaran a procurar reducir de golpe el gasto público, pero hasta ahora ninguno ha encontrado la fórmula que todos están buscando. La idea de que sea sumamente injusto que centenares de millones de personas hayan tenido que resignarse a perder sus empleos, ver reducidos sus salarios o trabajar más años a causa de una debacle financiera a la que presuntamente no hicieron ninguna contribución es sin duda atractiva desde un punto de vista ético, pero también sucede que con muy pocas excepciones los así perjudicados han podido disfrutar de un nivel de vida sin precedentes en la historia del mundo gracias a la productividad extraordinaria del capitalismo que, huelga decirlo, es anárquico por naturaleza. En cambio, los sistemas estatistas regulados, sobre todo los creados por ideólogos resueltos a prescindir del mercado por creerlo inmoral, sólo han servido para repartir pobreza. Aunque hoy en día muy pocos están a favor de dejar todo en manos del mercado, razón por la que incluso en aquellas sociedades que conforme a izquierdistas, defensores de la doctrina social de la Iglesia Católica y muchos otros se han entregado al “capitalismo salvaje” abundan leyes destinadas a defender a los más vulnerables de la conducta predatoria de quienes se dedican a lucrar, la mayoría entiende muy bien que sería utópico suponer que eliminar la libertad económica tendría consecuencias positivas, razón por la que en Europa los partidos de izquierda, antes muy influyentes, no supieron aprovechar la oportunidad que les fue brindada por el colapso financiero de la segunda mitad del 2008. Por el contrario, para frustración de los habituados a despotricar contra el “neoliberalismo”, los beneficios políticos de la crisis de confianza resultante se vieron acaparados por movimientos conservadores. Además de entender que, por destructivos que podrían resultar los “excesos” propios del capitalismo, el sistema –mejor dicho, el no sistema, por no tratarse de la aplicación práctica de una teoría coherente sino del fruto de diversas formas de interactuar basadas en siglos de experiencia que no cesan de modificarse– siempre sería mejor que cualquier esquema concebido por los decididos a subordinar lo económico a lo político, muchos que desconfían de la capacidad de los izquierdistas para reparar los daños sienten que ellos también hicieron su aporte al desastre por creer que la sociedad en su conjunto podría vivir indefinidamente por encima de sus medios. Ya antes de que los gobiernos de los países ricos se endeudaran hasta el cuello a fin de contar con dinero para “paquetes de estímulo” de dimensiones inéditas, se habían acostumbrado a gastar demasiado y, peor aún, a pasar por alto el hecho de que los planes jubilatorios, tanto los privados como los públicos, no tardarían en resultar inviables. Por lo demás, en muchos países ha alcanzado un nivel apenas concebible la deuda privada acumulada por individuos que querían consumir cada vez más aprovechando lo fácil que era conseguir crédito, a menudo a través de las hipotecas que en países como Estados Unidos, el Reino Unido, Irlanda y España dieron pie a la colosal burbuja inmobiliaria que, al estallar, llenó de “valores tóxicos” el sistema financiero mundial.
En todas partes, una amplia mayoría coincide en que por ser los banqueros y especuladores culpables de provocar, por su codicia e irresponsabilidad, una crisis financiera que ha tenido un impacto muy fuerte en la llamada “economía real”, a ellos les corresponde asumir todos los costos. Aunque muchos gobiernos se han comprometido a castigar a quienes a su juicio los están desafiando al continuar otorgándose premios multimillonarios, entienden que no les convendría asfixiar por completo el sector así supuesto porque hacerlo sólo serviría para agravar todavía más la situación ya peligrosa en que se encuentran sus respectivos países. Mal que bien, para funcionar, el capitalismo moderno precisa contar con mercados financieros que sean lo bastante flexibles como para repartir con rapidez los recursos disponibles a pesar de que periódicamente se formen burbujas que, al estallar, ocasionan pérdidas gigantescas. Lo ideal sería que, la regulación mediante, los líderes políticos lograran minimizar el riesgo para que en adelante no haya más crisis sistémicas y los forzaran a procurar reducir de golpe el gasto público, pero hasta ahora ninguno ha encontrado la fórmula que todos están buscando. La idea de que sea sumamente injusto que centenares de millones de personas hayan tenido que resignarse a perder sus empleos, ver reducidos sus salarios o trabajar más años a causa de una debacle financiera a la que presuntamente no hicieron ninguna contribución es sin duda atractiva desde un punto de vista ético, pero también sucede que con muy pocas excepciones los así perjudicados han podido disfrutar de un nivel de vida sin precedentes en la historia del mundo gracias a la productividad extraordinaria del capitalismo que, huelga decirlo, es anárquico por naturaleza. En cambio, los sistemas estatistas regulados, sobre todo los creados por ideólogos resueltos a prescindir del mercado por creerlo inmoral, sólo han servido para repartir pobreza. Aunque hoy en día muy pocos están a favor de dejar todo en manos del mercado, razón por la que incluso en aquellas sociedades que conforme a izquierdistas, defensores de la doctrina social de la Iglesia Católica y muchos otros se han entregado al “capitalismo salvaje” abundan leyes destinadas a defender a los más vulnerables de la conducta predatoria de quienes se dedican a lucrar, la mayoría entiende muy bien que sería utópico suponer que eliminar la libertad económica tendría consecuencias positivas, razón por la que en Europa los partidos de izquierda, antes muy influyentes, no supieron aprovechar la oportunidad que les fue brindada por el colapso financiero de la segunda mitad del 2008. Por el contrario, para frustración de los habituados a despotricar contra el “neoliberalismo”, los beneficios políticos de la crisis de confianza resultante se vieron acaparados por movimientos conservadores. Además de entender que, por destructivos que podrían resultar los “excesos” propios del capitalismo, el sistema –mejor dicho, el no sistema, por no tratarse de la aplicación práctica de una teoría coherente sino del fruto de diversas formas de interactuar basadas en siglos de experiencia que no cesan de modificarse– siempre sería mejor que cualquier esquema concebido por los decididos a subordinar lo económico a lo político, muchos que desconfían de la capacidad de los izquierdistas para reparar los daños sienten que ellos también hicieron su aporte al desastre por creer que la sociedad en su conjunto podría vivir indefinidamente por encima de sus medios. Ya antes de que los gobiernos de los países ricos se endeudaran hasta el cuello a fin de contar con dinero para “paquetes de estímulo” de dimensiones inéditas, se habían acostumbrado a gastar demasiado y, peor aún, a pasar por alto el hecho de que los planes jubilatorios, tanto los privados como los públicos, no tardarían en resultar inviables. Por lo demás, en muchos países ha alcanzado un nivel apenas concebible la deuda privada acumulada por individuos que querían consumir cada vez más aprovechando lo fácil que era conseguir crédito, a menudo a través de las hipotecas que en países como Estados Unidos, el Reino Unido, Irlanda y España dieron pie a la colosal burbuja inmobiliaria que, al estallar, llenó de “valores tóxicos” el sistema financiero mundial.
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