Ohno, el chef que llegó a nuestro país por un dibujo animado

A los siete años supo que iba a ser cocinero y a los ocho que quería venir a la Argentina siguiendo los pasos de “Marco”, un dibujito animado. A los 25 dejó Japón, se fue a España sin saber el idioma y dos años después pasó de cargar carbón en el mejor restaurante del País Vasco a convertirse en uno de sus chef.

Ohno, el chef que llegó a nuestro país por un dibujo animado

A los siete años supo que iba a ser cocinero y a los ocho que quería venir a la Argentina siguiendo los pasos de “Marco”, un dibujito animado. A los 25 dejó Japón, se fue a España sin saber el idioma y dos años después pasó de cargar carbón en el mejor restaurante del País Vasco a convertirse en uno de sus chef.

Ohno, el chef que llegó a nuestro país por un dibujo animado

A los siete años supo que iba a ser cocinero y a los ocho que quería venir a la Argentina siguiendo los pasos de “Marco”, un dibujito animado. A los 25 dejó Japón, se fue a España sin saber el idioma y dos años después pasó de cargar carbón en el mejor restaurante del País Vasco a convertirse en uno de sus chef.

Gentileza

Por María Pía Del Bono

La historia de Takehiro Ohno (50) es tan rica en anécdotas como para escribir un libro, algo que ya dejaba entrever cuando en los 2000 revolucionó el canal El Gourmet con las historias que contaba en cada programa y sus platos y terminaban pasando a un segundo plano.

“Me encantaría hacer una película como ‘Perdidos en Tokio’ pero a la inversa, porque me han pasado muchas cosas, que ahora puedo contar muy graciosamente”, afirma, sentado en una de las mesas de los locales de la cadena especializada en té y comida natural de la que es chef ejecutivo.

Detrás de este simpático y cálido japonés nacido en la isla de Hokkaido, hay una historia marcada por la estricta educación japonesa que incluye antepasados samuráis, la escuela como pupilo de la fuerza aérea, un padre rigurosísimo y un maestro de cocina que, más que técnicas, le inculcó una filosofía de vida.

A los siete años disfrutaba de las delicias que su madre, una gran repostera, y su abuela preparaban en su casa pero también se embelesaba con el delantal blanco del mejor amigo de su papá, chef de uno de los hoteles resort que manejaba Ryoichi Ohno, jefe de la familia.

El pequeño Takehiro ya sabía que quería ser chef y fue su padre, “un señor muy groso”, como lo describe, el que le recomendó estudiar nutrición química porque tarde o temprano, le dijo, iba a terminar sirviéndole.

Graduado en nutrición y cocina, y luego de conocer a su maestro Akihiko Manda, quien no solo le enseñó los secretos de la cocina vasca sino que le marcó su filosofía de vida, decidió irse a España.

Ohno tenía 25 años y no había salido de Japón pero recordaba las peripecias de Marco, el dibujo animado que de niño le había despertado su deseo de viajar a la Argentina.

“Marco”, una serie de animé japonesa, cuenta la historia de un chico italiano que deja su casa en Génova para embarcarse rumbo a la Argentina para encontrar a su madre, búsqueda en la que recorrerá distintas provincias y ciudades de nuestro país.

“Todos los domingos a las siete y media de la tarde me sentaba frente al televisor para ver a Marco. Cada capítulo era para llorar. Le pasaba de todo, pobre chico. Esperaba toda la semana para verlo. Mientras veía imágenes de la Boca, de Salta, de Bahía Blanca, le preguntaba a mi mamá sobre Argentina y le decía: ´Yo quiero conocer ese país’”.

Pero Ohno tendría que vivir antes sus peripecias en el País Vasco, donde sin hablar una palabra de español entró a Zuberoa, un restaurante de Oiartzun de tres estrellas Michelin, la calificación más alta de la guía.

Pese a ser chef y a haber trabajado en restaurantes de Tokio, Ohno empezó en el Zuberoa como el chico del “carbón”, segunda palabra que aprendió después de “hola”.

Si había 30 cocineros que aspiraban el puesto de chef en Zuberoa, él tenía el número 31. Sólo entraba a la cocina cuando escuchaba que desde adentro gritaban “carboooón”, pero ahí aprovechaba para espiar los platos.

“Cuando veía algunos, pensaba: ´yo puedo mejorar eso’ pero no lo decía por educación. En la cultura japonesa jamás se puede decir ´yo lo haría mejor’, eso es considerado un acto de soberbia. Tenía 25 años y debía empezar de abajo”, recuerda.

La vida en España se hacía dura, la cultura, los modos y los que parecía un caos se convertía en algo difícil de sobrellevar, pero las lecciones de su maestro, su preparación en el colegio al estilo kamikaze no le permitían aflojar.

El gran chef que Onho ocultaba, soportaba en silencio los días helados de invierno cargando carbón, recordando las mañanas de sus días libres en las que su maestro lo arrancaba de la cama para subir a la montaña al alba y juntar hongos o cuando iban a juntar los espárragos para la ensalada del día.

Un año y medio después, Ohno pasó de cargar carbón a cortar pescado, hasta convertirse, por fin, en uno de los chefs del restaurante.

Al cumplir los 27, con nuevos amigos, objetivos cumplidos y hablando euskera, tomó la decisión de hacer las valijas porque no veía que un japonés cocinando vasco tuviera muchas posibilidades de abrir allí su restaurante.

Entonces, prometió visitar a su amigo y compañero en Zuberoa, el chef argentino Fernando Trocca que le hacía recordar a Marco, y ocho meses después, en 1997, Ohno estaba tocando el timbre en la casa porteña de su colega.

En ese primer viaje a la Argentina viviría un fracaso estrepitoso que le cambiaría la vida: en seis meses el restorán de sushi que le dieron a manejar cerró por su mala gestión y se volvió a Japón, dispuesto a que su padre, un exitoso ejecutivo de Yamaha recién jubilado, le diera el “know how” que le faltaba.

“Pasé muchas cosas en mi vida, pero trabajar con mi viejo fue lo más duro multiplicado por diez”, recuerda el chef, tanto que lo primero que le impuso fue dejar de llamarlo “padre”: ahora sería su “jefe”, para revelarle durante cuatro años los secretos de gestión y proyección de una empresa.

Le compró un restaurante con una deuda de dos millones de dólares, que Ohno debía sacar adelante con un plan de negocios diseñado por su padre, que incluía la cantidad de comensales que debía recibir por día, las tarjetas quce tenía que repartir por la calle y hasta los shows que debía organizar para atraer público.

La meta se cumplió cuatro años después y Ohno llegó a la Argentina por segunda vez, para trabajar en el patio de comidas de un shopping de Moreno, en el oeste del conurbano.

Fue hasta allí a donde la productora de canal Gourmet aceptó trasladarse para hacerle un casting. El viaje no fue en vano porque el japonés fue el cocinero ganador.

La estrategia de Onho fue simple: en lugar de optar por un plato elegante -como hicieron los demás aspirantes- se lució con un arroz con ketchup, ese simple plato que cocinaba su mamá los fines de semana y que fue su primer contacto con el sabor occidental.

Después de 10 años de televisión, Ohno se volcó de lleno a las charlas motivacionales y a la docencia, que cada día pone en práctica en la cadena en la que trabaja y donde entrena a cientos de chicos para que aspiran a llegar a chef.

Ohno estaba desilusionado con el modelo de negocios de América Latina, en el que los jóvenes ayudantes de cocina no tienen posibilidades de crecer y llegar a chef.

“En la cocina, hay muchos chicos de escasos recursos sin preparación, que trabajan por necesidad. Siempre traté de que pudieran llegar a chef pero me faltó apoyo de los dueños de los restaurantes. No les daban vacaciones, ni horas extra, ni nada”, explica.

Por eso, y por la filosofía que le transmitió su maestro en Japón, es que le dio prioridad a estar más cerca de la gente y de los jóvenes que de la alta cocina.

Ohno, cuya modestia le impide definirse como un gran chef que maravilla con los sabores de sus platos, compara la gastronomía con el deporte.

La alta gastronomía vendría a ser el golf, porque es un deporte caro, mientras que en los sectores bajos juegan al fútbol, “con el sueño de llegar a la primera de Quilmes, a Boca y, con suerte, al Barcelona”, dice.

“Yo elegí la Argentina y me podría haber vuelto a trabajar a Tokio, a un restaurante donde un millonario levanta la mano y ordena comida vasca, pero elegí otro camino: el de quedarme y devolverle a este país todo lo que me dio”.


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