Cuando un tejido social se está rompiendo, la conversación se vuelve reparación

Transformar las masculinidades es trabajar sobre la cultura, los vínculos y la prevención.

En este territorio, atravesado por tensiones políticas, aceleración cotidiana y un desgaste emocional evidente, hay algo que está emergiendo con fuerza: una búsqueda colectiva por reconstruir vínculos más sanos. No como deseo abstracto, sino como una práctica concreta que aparece en escuelas, organizaciones, barrios y espacios donde la vida comunitaria resiste, se adapta y se reinventa.

En los últimos años vimos cómo se multiplicaron discursos que fragmentan, que nos empujan a la sospecha, que convierten la diferencia en amenaza. Pero, al mismo tiempo, algo distinto empieza a emerger: un deseo silencioso y profundo de volver a mirarnos como comunidad. No como individuos compitiendo, sino como personas que se sostienen en un tiempo donde se pierde la capacidad de construir relatos comunes. Sin embargo, en nuestra comunidad ocurre lo contrario: está renaciendo la necesidad de contarnos desde otro lugar. De revisar quiénes somos, cómo nos relacionamos y qué modelos afectivos queremos dejar atrás.

En ese proceso, las masculinidades ocupan un lugar central. No por moda, sino porque los mandatos asociados históricamente a lo masculino—el silencio, la dureza, la autosuficiencia, la negación de la vulnerabilidad—ya no funcionan para sostener vínculos, ni para construir una convivencia pacífica. Y cuando esos mandatos se intensifican, no solo generan incomodidad: profundizan desigualdades, tensiones y formas sutiles o explícitas de violencia.

El desafío no es señalar culpables, sino habilitar transformaciones posibles.
Transformar las masculinidades es trabajar sobre la cultura, los vínculos y la prevención.
Es apostar a modelos de relación basados en la responsabilidad afectiva, la escucha activa y el cuidado como tarea compartida.
Es entender que la comunidad se fortalece cuando cada persona puede habitar su identidad sin miedo, sin violencia y sin exigencias imposibles.

Por ejemplo, en los últimos meses hemos trabajado directamente con sindicatos y grupos de juventudes, llevando ejercicios de interpelación sobre masculinidades y poder. En una cooperativa, realizamos un mapeo colectivo de cómo circula la autoridad y las decisiones: quién interviene, quién escucha, quién se siente obligado a ‘no aflojar’. Lo que comenzó como una dinámica rápida se transformó en un espacio de conversación real: varios delegados jóvenes reconocieron prácticas que reproducían desigualdades o microviolencias, y otros trabajadores compartieron cómo esos mandatos impactaban en la vida familiar y comunitaria. Ese momento —un sindicato discutiendo de frente sobre masculinidades y poder— es un ejemplo claro de cómo las prácticas sostenidas y territoriales hacen posible revisar la cultura laboral, prevenir violencias y construir vínculos más responsables y solidarios.

Lo interesante es que esta transformación no surge de grandes discursos, sino de prácticas mínimas, sostenidas y profundamente políticas: una escuela que incorpora espacios de conversación, un barrio que genera redes de apoyo, un grupo de jóvenes que se anima a discutir estereotipos, una mesa comunitaria que invita a repensar lo cotidiano.

Ahí es donde aparece la inteligencia colectiva.
En la capacidad de una comunidad para revisar sus creencias, ampliar su sensibilidad y construir sentidos nuevos.
En la decisión de formar vínculos que no reproduzcan desigualdad sino que habiliten posibilidad.
En la conciencia de que prevenir violencias no es intervenir después del daño, sino generar condiciones para que no existan.

Lejos de un clima pesimista, estamos ante un momento fértil.
Un momento donde la comunidad está volviendo a narrarse con más honestidad, más apertura y más humanidad.
No para idealizar nada, sino para construir un modo más sostenible de convivir.

Porque lo que sostiene un territorio no son las estructuras que se anuncian desde arriba, sino la trama de vínculos que se construyen día a día: en los espacios donde la palabra circula y la escucha se vuelve motor de cambio.

Si algo aprendimos es que los vínculos no se heredan: se construyen.
Y cuando una comunidad decide construirlos de manera consciente—con cuidado, con responsabilidad, con sensibilidad—aparece la posibilidad real de transformar la vida colectiva.

Ese es el camino que ya empezamos a recorrer.
Y es, sin duda, uno de los más prometedores para el futuro de este territorio.

La política también se escribe en voz baja, en esos gestos que parecen pequeños pero ordenan la vida colectiva. Cuando una comunidad recupera la capacidad de escucharse, de revisar lo aprendido y de crear vínculos más sensibles, empieza a producir algo que ninguna norma puede imponer: convivencia. Por eso trabajar sobre las masculinidades no es un tema “sectorial”, sino un eje estructural de la vida comunitaria. Revisar mandatos, habilitar nuevas formas de expresarnos, desactivar reacciones aprendidas y fortalecer la empatía no solo transforma vínculos: previene violencias antes de que aparezcan.

En cada encuentro se abre una oportunidad para reparar lo que tensaba, aliviar lo que incomodaba y construir formas más humanas de estar en el mundo. Y es ahí donde aparece, una y otra vez, una certeza que sostengo en mi trabajo territorial: cuando una comunidad se anima a hablar de sí misma —incluidas sus masculinidades— encuentra caminos que antes no veía.Ese es, para mí, el corazón de la política de la ternura: un territorio que elige la paz como una práctica cotidiana, que se piensa colectivamente y que recuerda que cada conversación honesta fortalece lo común. Porque cada vez que volvemos a hablarnos con respeto y claridad, la comunidad se vuelve un lugar más habitable para todas las personas.

(*) Licenciado en Relaciones Públicas, especialista en masculinidades, Neuquén.


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