Malos tiempos para los políticos


La Argentina sirve como una advertencia de lo que puede suceder a una sociedad que opta por privilegiar lo inmediato por encima del mediano y largo plazo.


Los políticos viven en un mundo propio. Si bien lo mismo podría decirse de todos los demás, en su caso particular la tendencia natural de los seres humanos a preocuparse más por lo que están haciendo otros de intereses similares entraña muchos peligros. Que los obsesionados por el fútbol, digamos, o una actividad artística, propendan a hacer rancho aparte carece de importancia, pero los políticos no pueden darse tal lujo.

Además de gobernar o aspirar a hacerlo, dependen de los votos de quienes raramente comparten sus prioridades y por lo tanto tienen que congraciarse con personas que, de ser otras las circunstancias, preferirían no tener que vincularse. Y, lo que es peor aún para aquellos que toman sus responsabilidades en serio, se sienten obligados a ofrecer “soluciones” sencillas para problemas que son sumamente complejos.

La grieta que separa a los políticos de la mayoría no es exclusivamente argentina; por el contrario, motiva preocupación en todas las sociedades contemporáneas. En América del Norte y Europa, la sensación de que la “clase política” local se ha convertido en un grupo cerrado que privilegia sus intereses particulares ha provocado cambios que, en opinión de algunos, son escandalosamente reaccionarios y plantea muchos peligros.

Si bien los ejemplos más notorios de este fenómeno siguen siendo los brindados por la elección de Donald Trump en Estados Unidos y el triunfo del Brexit en el referendo británico cuando, para asombro de casi todos los políticos profesionales, la mayoría se negó a prestar atención a sus advertencias, síntomas del mismo malestar están manifestándose con frecuencia en Italia, Francia, los Países Bajos y, Suecia.

Detrás del repudio a los políticos que pertenecen a agrupaciones tradicionales está la convicción de que se han convertido en tecnócratas que anteponen las ideologías que están de moda en los países ricos – las ecológicas que hacen aumentar los costos energéticos, las relacionadas con cuestiones de género, el multiculturalismo y la globalización -, a las necesidades inmediatas de “la gente”. Son vistos como miembros de una elite que incluye a quienes manejan los medios considerados más prestigiosos, a los habitantes del mundo académico y a los fabulosamente adinerados dueños de los gigantes tecnológicos.

Aunque novedades ideológicas de procedencia norteamericana han incidido bastante en el pensamiento kirchnerista, de ahí el entusiasmo por “el lenguaje inclusivo”, hasta ahora los temas que obsesionan a sus homólogos del mundo rico han sido considerados un tanto exóticos por los políticos locales que, claro está, enfrentan un superávit de problemas que son mucho más urgentes.

De todos modos, en este ámbito la Argentina fue un país pionero; aquí, la rebelión popular contra el consenso presuntamente esclarecido de las elites occidentales ocurrió mucho antes que en el hemisferio norte, lo que no impidió que se abriera una brecha cada vez mayor entre la clase política y el grueso de la población.

Si, como se prevé, en el mundo entero los años venideros se ven dominados por la estrechez económica, la brecha así supuesta crecerá al hacerse cada vez difícil reconciliar las prioridades lógicas de las personas con el bienestar del conjunto.

Aumentar el gasto social suele ser inflacionario, lo que perjudica a virtualmente todos, pero las medidas necesarias para reducirlo no podrán sino tener un impacto negativo en la vida de quienes ya están luchando por llegar a fin de mes. Asimismo, por razones evidentes, muchos gobiernos se sienten obligados a invertir miles de millones de dólares en proyectos que, es de suponer, producirán beneficios en el futuro acaso lejano, por temor a quedarse rezagados en la gran carrera internacional.

Desde el punto de vista de los países actualmente prósperos en que muchos están protestando contra lo que toman por la mezquindad estatal, la Argentina sirve como una advertencia de lo que puede suceder a una sociedad que opta por privilegiar lo inmediato por encima del mediano y largo plazo. Por un breve período, las ventajas de hacerlo parecen palpables, pero andando el tiempo cambiar de rumbo sería casi imposible.

La racionalidad se hace irracional, es decir, políticamente suicida, porque la mayoría no estará dispuesta a tolerar las reformas que serían precisas para superar una crisis cuyo origen se remonta a mediados del siglo pasado.

Aunque quienes sucedan al gobierno kirchnerista no tendrán más alternativa que le de intentar aplicar un torniquete fiscal más feroz que el ensayado de manera subrepticia por Sergio Massa, para lograr lo que tendrán en mente tendrían que contar con un nivel de apoyo que, tal y como están las cosas, parece inalcanzable.


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