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Una pandemia económica

Habrá excepciones, como la de Guyana, cuya economía minúscula está disfrutando de un boom espectacular, pero los demás países enfrentan una etapa, que tal vez sea muy larga, signada por la austeridad económica. Aunque pocos gobiernos quieren decirlo, ha llegado la hora de pagar por lo hecho hace un par de años para amortiguar el impacto de las medidas que se tomaron para frenar la proliferación del coronavirus.

Con el propósito de impedir que las cuarentenas rigurosas empujaran a la miseria al grueso de la población de los países más ricos, los gobiernos gastaron muchísimo dinero, asegurándose que, por tratarse de algo necesario, la “flexibilización cuantitativa” a la que echaron mano no tendría consecuencias inflacionarias inmanejables. Demás está decir que se equivocaron. Combinada con las consecuencias de la invasión de Ucrania por las huestes del ruso Vladimir Putin y de los esfuerzos por modificar el clima mundial reduciendo el uso y la producción de combustibles fósiles, en todas partes contribuyó a hacer subir los precios de los bienes de consumo.

El resultado está a la vista. En América del Norte y Europa, además, claro está, de la Argentina, los gobiernos se ven constreñidos a explicar que hasta nuevo aviso la gente tendrá que acostumbrarse a la escasez. Algunos, como los del británico Rishi Sunak y el francés Emmanuel Macron, lo hacen sin eufemismos. Otros, entre ellos el del norteamericano Joe Biden – que se siente preocupado por las elecciones legislativas que están por celebrarse -, dan a entender que, las apariencias no obstante, la economía local goza de muy buena salud.

Por un lado, pues, están aquellos que apuestan al realismo con la esperanza de que sus compatriotas se resignen a los cortes presupuestarios que creen inevitables, y por el otro los que rezan para que las dificultades se resuelvan sin que tengan que hacer nada antipático. La mayoría se encuentra a media distancia entre tales extremos; los políticos alemanes y sus vecinos creen que los meses próximos serán duros pero confían en que la mayoría lo atribuya a la guerra despiadada desatada por Putin.

Como sabemos bien, puede ser políticamente provechoso convencer a la gente de que merece vivir mejor y que la capacidad del Estado de velar por el bienestar común es virtualmente infinita, para entonces oponerse por principio a cualquier ajuste. La Argentina no es el único país en que la mentalidad así supuesta se ha generalizado. En Europa abundan los propensos a acusar de mezquindad perversa a aquellos gobiernos que toman en serio los problemas fiscales. Les gusta creer que no hay límites auténticos a los montos que pueden invertirse en los programas que a su juicio son beneficiosos, razón por la que los angustiados por los cambios climáticos suelen pasar por alto los costos enormes que para todos significaría la transformación inmediata de sectores económicos enteros para que dejen de emitir carbono.

En los países desarrollados, el crecimiento económico, aun cuando no sea rápido, es considerado normal y las recesiones son tomadas por evidencia de inoperancia. También se supone que todos deberían compartir los frutos del progreso material. Sin embargo, mientras que hasta hace relativamente poco tales actitudes reflejaban en cierto modo la realidad, ya son anacrónicas. Hay motivos para pensar que varios años atrás terminó una época en que casi todos estarían en condiciones de cumplir funciones útiles, y por lo tanto adecuadamente remuneradas, en una economía bien administrada.

Hay cada vez más jóvenes, y no tan jóvenes, que, a pesar de haber asistido a universidades y adquirido los diplomas correspondientes, no pueden encontrar empleos a la altura de sus expectativas. Lo mismo que quienes sólo han recibido una educación secundaria, tienen que ganarse la vida cumpliendo tareas sencillas. Como es natural, al entender que sus eventuales aportes carecen de interés, tales personas se sienten humilladas, frustradas y engañadas.

Los efectos demorados de la estrategia elegida para combatir el coronavirus, las repercusiones de la guerra en Ucrania provocada por un autócrata que desprecia a las democracias, la convicción de que hay que sacrificar mucho para frenar los cambios climáticos, la migración de millones de hombres y mujeres desde países atrasados y convulsionados hacia los aún prósperos, con buenos servicios sociales, y la evolución acelerada, potenciada por la tecnología, de las economías avanzadas que privilegia a algunos pero perjudica a muchos más, han creado una situación radicalmente nueva que plantea un desafío a todos los dirigentes políticos del mundo.
¿Estarán en condiciones de superarlo? Por desgracia, a juzgar por su desempeño reciente, no es fácil ser optimista.


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