Pedido vano

Alentado sin duda por el ejemplo brindado por los candidatos presidenciales brasileños que no vacilaron en cerrar filas en torno de Fernando Henrique Cardoso cuando éste negociaba un acuerdo con el FMI, Eduardo Duhalde ha pedido nuevamente a los precandidatos para sucederlo que «ayuden a que el gobierno de transición entregue a ellos el país en mejores condiciones» que las imperantes al comienzo de su propia gestión. La posibilidad de que esto suceda es bien escasa, tanto por el deterioro que ha experimentado el país a partir del inicio de la gestión desafortunada de Duhalde, como por la profundidad de las divisiones políticas. Aunque en todos los países del Primer Mundo y en muchos del Tercero un mandatario ni siquiera pensaría en pedirles a los precandidatos presidenciales colaborar en un período de crisis extrema porque no habría duda de que, las discrepancias lógicas no obstante, los dirigentes serios compartirían ciertos principios básicos, en nuestro país la realidad es distinta. Lejos de estar dispuestos a ayudar al «gobierno de transición», la mayoría de los precandidatos parece resuelta a frustrar todos sus esfuerzos: incluso el candidato semioficial, José Manuel de la Sota, está decidido a diferenciarse del gobierno. Asimismo, el propio Duhalde parece estar tan preocupado por las vicisitudes de la interna peronista, que apenas ha intentado actuar como un «presidente de transición» políticamente neutro que antepusiera los intereses nacionales a los cálculos partidarios.

Entre las causas básicas de la profunda crisis política y económica en la que el país se debate desde hace tanto tiempo está la incapacidad patente de los «dirigentes» de formar un gobierno que sea lo bastante representativo como para tomar las medidas que exigen las circunstancias. En ocasiones, han conseguido armar coaliciones electoralistas exitosas, pero no bien se contaron los votos las distintas fracciones se han separado, dejando aislado al gobierno surgido de las urnas porque todo «político de raza» comprende que le conviene más estar en la oposición que arriesgarse procurando defender medidas que forzosamente enojarían a sectores de su propia clientela.

Por lo demás, aunque a muchos políticos les encanta hablar de «unidad nacional», casi todos priorizan sus propias ambiciones personales, con el resultado de que si bien hay un superávit de precandidatos a la presidencia, con las excepciones de Ricardo López Murphy y del dolarizador Carlos Menem, ninguno nos ha dicho en términos generales lo que haría en el caso de ser elegido y ninguno se ha tomado el trabajo de constituir un equipo convincente a fin de ofrecerle al país no meramente un caudillo sino un gobierno completo. No extraña, pues, que la mayoría no se haya sentido tentada por las distintas candidaturas: entiende muy bien que al país le hace falta algo más que un salvador providencial que, su carisma mágico mediante, resolvería todos sus problemas. Lo que necesita es un gobierno capaz, no un iluminado rodeado de familiares, obsecuentes y oportunistas.

Mientras que en el Brasil los representantes de la centroizquierda, como Luiz Inácio Lula da Silva y la centroderecha, como sería José Serra, coinciden en que es forzoso respetar la racionalidad, algunos precandidatos argentinos prefieren no dejarse limitar por lo que califican desdeñosamente de «posibilismo». Por eso Elisa Carrió y Luis Zamora reclaman una transformación total del panorama político que, insinúan, se lograría expulsando a «todos» los políticos actuales, salvo ellos mismos -pretensión que, claro está, es incompatible con la unidad en torno de nada-, mientras que otros están haciendo cuanto pueden por fortalecer aun más el monopolio partidario existente. Puesto que, como Duhalde sabe muy bien, los dirigentes ni siquiera pueden alcanzar un acuerdo sobre el método más conveniente para que los partidos elijan a sus distintos candidatos presidenciales, sería utópico creer que los más favorecidos por las encuestas de opinión pudieran comprometerse con un programa económico común. Si lo hicieran, se convertirían en «oficialistas», lo que los privaría del privilegio de seguir desempeñando su papel favorito, el del opositor intransigente al «rumbo» emprendido por el gobierno de turno.


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