¡Qué bueno era andar a pie!

Por Héctor Ciapuscio

La ciudad…¿autos o gente?», planteaba como dilema Lewis Mumford, el gran urbanista que escribió «La cultura en las ciudades» y denunció tempranamente el problema que hoy angustia a los responsables en todas partes. Evocando la New York de su infancia y comprobando su metamorfosis en una ciudad congestionada e invivible, con autopistas horrendas y tráfico febril, clamaba por ciudades como centro de vida armónica, generosas en lugares accesibles para reunión y solaz de la gente. Los que habitamos la Buenos Aires de ahora, con sus calles bloqueadas por ríos de automotores, entendemos perfectamente su rechazo y su nostalgia.

En todas las grandes ciudades el fenómeno preocupa. El crecimiento de la cantidad de automotores, en detrimento del espacio público, no reconoce diferencias en el mundo. El año pasado la Conferencia «Urban 21» de Berlín sobre el futuro de las ciudades tuvo este problema al tope de la agenda de los debates. En tanto se reconocen dos ejemplos universales de planificación urbana exitosa, Singapur y Curitiba (esta ciudad brasileña, con su red de líneas de autobuses expresos y edificación planificada, es modelo y meta de peregrinación de expertos en urbanismo), por todos lados surgen iniciativas para paliarlo. En Londres (a pesar de que tiene una ínfima proporción de la aberrante cantidad de taxis que tiene Buenos Aires), el alcalde Ken Livingstone -quien fue expulsado del partido de Tony Blair y es llamado «Ken el Rojo»por sus ideas de izquierda- está empeñado en una cruzada para que el centro de la ciudad sea para la gente y no para los automóviles. Por eso ha presentado un proyecto de «ticket» de peaje de cinco libras para el ingreso de autos al casco urbano principal. En Milán, el alcalde Albertini propuso un referéndum sobre clausurar el centro de la ciudad para automóviles de no-residentes. En Florencia, el «centro storico» está habilitado sólo para peatones. En varias ciudades italianas está en vigor el sistema «días sin autos». Hay restricciones en Oslo, capital de Noruega, y en varias ciudades de California rige desde hace tiempo un sistema de barreras.

Hay un caso en esa región de Estados Unidos que es referido como ilustración de cómo han cambiado las cosas en cuanto a la antigua normalidad del andar a pie.

En la ciudad de Los Angeles todo el mundo se desplaza en automóvil, hasta el punto que un humano al que se lo vea caminando, sobre todo de noche y en avenidas, se hace «ipso facto» sospechoso. Ocurrió que un joven, al que le gustaba hacer caminatas nocturnas por las largas calles de San Diego, experimentó en carne propia las penalidades que puede reportar en estos tiempos el ejercicio del medio ancestral de locomoción humana. El caso de Edward Lawson llegó en súplica hasta la Suprema Corte de los Estados Unidos. El caminante había sufrido nada menos que quince arrestos policiales en oportunidades distintas de ejercitar sus piernas. Cada vez que era detenido y amenazado de arresto se había rehusado a identificarse, citando el derecho a no hacerlo que le garantizaban la cuarta y quinta enmiendas constitucionales. La policía, ejerciendo la autoridad que le confería el estatuto de California sobre la vagancia, lo llevaba sin más al calabozo. La Suprema Corte, al comprobar que no había estado involucrado en robos ni acto ilegal alguno, se pronunció a favor del peatón. Un hombre de la Justicia comentó: «El solo hecho de viajar a pie todavía no es un delito en este país».

En la ciudad capital de la Argentina tampoco es casi nunca gratuito ejercer el derecho de trasladarse por los propios pies. Estamos bloqueados por un tránsito multitudinario de autos y colectivos. Padecemos las consecuencias de una visión obtusa de políticos y administradores que han privilegiado sistemáticamente a los automotores por sobre los peatones y ciclistas. Algunos urbanistas están ya reclamando un «hábeas espacio público» que preserve nuestra libertad de desplazarnos, limitando los vehículos al estilo de ciudades como Amsterdam o Copenhague. Uno de ellos, arquitecto y especialista en desarrollo urbano, acaba de publicar un reclamo de «tender un puente generacional entre nuestro recuerdo de un espacio público extenso y franco y la experiencia de nuestros hijos que no lo conocieron». También reclama «un puente jurídico» entre nuestras leyes fundamentales y el estado actual de cosas. Se refiere seguramente a una colusión de factores que en Estados Unidos un profesor de Stanford, Robert McGinn, denomina «la tríada preocupante»: la tecnología (en el caso, la escala de producción y performance del automóvil), la idea de derechos individuales irrestrictos (la de los automovilistas en cuanto a su derecho de circulación) y el número creciente de usuarios (en el caso la cantidad de personas que viven en la ciudad).

Lewis Mumford -quien además de urbanista era filósofo moral- pregonaba la necesidad de volver a la «Ciudad-hogar-del-hombre». Sería bueno que en todas las grandes ciudades del país (y no sólo en ellas), tanto los administradores como los vecinos reflexionaran sobre ese antiguo ideal de convivencia.


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