Río Negro Online / Opinión
Anteayer, en una radio de Buenos Aires, se reiteró un relato humorístico sobre lo que ocurriría en el caso de que el ejército de los Estados Unidos, con «marines» incluidos, invadiera Buenos Aires. No haría falta que, como ante las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807, el pueblo se alzara para expulsar al invasor, porque frente a las periódicas inundaciones porteñas y los cortes de calles a cargo de desocupados los tanques no podrían avanzar y, por lo demás, la conducción militar de las tropas invasoras quedaría descabezada cuando su comandante fuera víctima de un secuestro exprés. Faltaría decir que los soldados se intoxicarían por comer hamburguesas en mal estado. El humor revela que siempre somos capaces de reírnos de nosotros mismos, aun de nuestras calamidades, pero descubre a la vez que el Estado, dueño del poder para castigar a quienes infringen la ley, se ha precarizado a un extremo tal que no sería excesivamente aventurado hablar de la «anarquización» de la vida argentina, o bien de un principio de disolución de los vínculos que hacen posible la vida en sociedad. En el discurso oficial que se machacó sobre el ideario social desde hace varias décadas, se insistió en que la misión del Estado debía reducirse a asegurar justicia, seguridad, educación y salud. Todo otro servicio público debía ser dejado en manos del sector privado, y eso fue lo que sucedió. Como también que únicamente la Justicia quedó a salvo del avance privatizador, notable en el área de seguridad. Allí las empresas privadas han podido llegar a superar en cantidad de efectivos -es lo que sucede en la provincia de Buenos Aires, donde además operan sin control estatal- a la policía pública. En casos como los de los ferrocarriles, la prestación del servicio dista de haber mejorado. Y no sólo eso: la ausencia policial determinó que la delincuencia se instalara en los trenes hasta el extremo de que, en horas nocturnas, viajar en tren constituya un desafío. No es el caso de otros servicios privatizados, aunque, en general, la crítica debe alcanzar a los entes reguladores, que no cumplen debidamente con la función de control que se espera de ellos. La doble página central de la edición de anteayer de este diario publicó dos notas que, sin necesidad de mayor comentario y con sólo leer los títulos, hablan del Estado ausente. Un título destaca que «Nadie se hace cargo del accidente en recital» (producido en el Ruca Che, en el que murió un joven); y el otro «vuelco con tres víctimas reavivó la polémica de ómnibus truchos». Con campaña electoral o sin ella, la seguridad es un tema siempre presente, y con una intensidad cada vez mayor, en el debate público. Deben de ser unos pocos, entre los 36 millones de argentinos, los que alguna vez no hayan sido víctimas, o al menos testigos, de un delito. Para prevenir y reprimir el delito están las policías, federal y provinciales. Pero también los cometen, cada vez en mayor grado. «Un homicidio reveló la conexión entre narcotraficantes y policías». Es otro título periodístico, relativo a la provincia de Santa Fe. Pero «la conexión» no es, como cualquiera puede suponerlo, exclusiva de esa provincia. En la represión, la policía hace lo que puede. Por ejemplo, matar chicos. Según la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires, en los últimos dos años la cantidad de menores muertos en «enfrentamientos» con la policía creció un 41%. ¿Es que los chicos se baten a balazos porque prefieren morir antes que caer presos? La Corte Suprema provincial dijo en una acordada de octubre del 2001 que la mayoría de 60 menores muertos por balas policiales había denunciado amenazas o malos tratos en las comisarías. Los que no mueren, menores o mayores, se amontonan en las cárceles. Según un informe publicado en el diario «La Nación» del 24 de noviembre último, «en las cárceles de nuestro país, además de superpoblación de presos, existe una superpoblación de miserias humanas, violencia y enfermedades». Pasa, por ejemplo, que con la participación en los beneficios de autoridades carcelarias, los presos salen a robar y vuelven. Ha sucedido que en ocasión de algún robo mataron a un policía. También tuvieron que matar a otros presos que sabían demasiado, para silenciarlos. Habría, para contar la historia de la disgregación del Estado en la Argentina, muchas páginas para llenar. Se podría relevarlo de la obligación de educar y de dar salud, y aun así seguiría existiendo. Siempre que estuviera en condiciones de retener un poder suficiente para dar seguridad e impartir justicia. De no ser así el Estado desaparece, la autoridad se esfuma y reina el caos. En conclusión: quien resulte electo como jefe de Estado, o de lo que queda de él, después del 18 de mayo, tendrá una difícil tarea por delante.
Anteayer, en una radio de Buenos Aires, se reiteró un relato humorístico sobre lo que ocurriría en el caso de que el ejército de los Estados Unidos, con "marines" incluidos, invadiera Buenos Aires. No haría falta que, como ante las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807, el pueblo se alzara para expulsar al invasor, porque frente a las periódicas inundaciones porteñas y los cortes de calles a cargo de desocupados los tanques no podrían avanzar y, por lo demás, la conducción militar de las tropas invasoras quedaría descabezada cuando su comandante fuera víctima de un secuestro exprés. Faltaría decir que los soldados se intoxicarían por comer hamburguesas en mal estado. El humor revela que siempre somos capaces de reírnos de nosotros mismos, aun de nuestras calamidades, pero descubre a la vez que el Estado, dueño del poder para castigar a quienes infringen la ley, se ha precarizado a un extremo tal que no sería excesivamente aventurado hablar de la "anarquización" de la vida argentina, o bien de un principio de disolución de los vínculos que hacen posible la vida en sociedad. En el discurso oficial que se machacó sobre el ideario social desde hace varias décadas, se insistió en que la misión del Estado debía reducirse a asegurar justicia, seguridad, educación y salud. Todo otro servicio público debía ser dejado en manos del sector privado, y eso fue lo que sucedió. Como también que únicamente la Justicia quedó a salvo del avance privatizador, notable en el área de seguridad. Allí las empresas privadas han podido llegar a superar en cantidad de efectivos -es lo que sucede en la provincia de Buenos Aires, donde además operan sin control estatal- a la policía pública. En casos como los de los ferrocarriles, la prestación del servicio dista de haber mejorado. Y no sólo eso: la ausencia policial determinó que la delincuencia se instalara en los trenes hasta el extremo de que, en horas nocturnas, viajar en tren constituya un desafío. No es el caso de otros servicios privatizados, aunque, en general, la crítica debe alcanzar a los entes reguladores, que no cumplen debidamente con la función de control que se espera de ellos. La doble página central de la edición de anteayer de este diario publicó dos notas que, sin necesidad de mayor comentario y con sólo leer los títulos, hablan del Estado ausente. Un título destaca que "Nadie se hace cargo del accidente en recital" (producido en el Ruca Che, en el que murió un joven); y el otro "vuelco con tres víctimas reavivó la polémica de ómnibus truchos". Con campaña electoral o sin ella, la seguridad es un tema siempre presente, y con una intensidad cada vez mayor, en el debate público. Deben de ser unos pocos, entre los 36 millones de argentinos, los que alguna vez no hayan sido víctimas, o al menos testigos, de un delito. Para prevenir y reprimir el delito están las policías, federal y provinciales. Pero también los cometen, cada vez en mayor grado. "Un homicidio reveló la conexión entre narcotraficantes y policías". Es otro título periodístico, relativo a la provincia de Santa Fe. Pero "la conexión" no es, como cualquiera puede suponerlo, exclusiva de esa provincia. En la represión, la policía hace lo que puede. Por ejemplo, matar chicos. Según la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires, en los últimos dos años la cantidad de menores muertos en "enfrentamientos" con la policía creció un 41%. ¿Es que los chicos se baten a balazos porque prefieren morir antes que caer presos? La Corte Suprema provincial dijo en una acordada de octubre del 2001 que la mayoría de 60 menores muertos por balas policiales había denunciado amenazas o malos tratos en las comisarías. Los que no mueren, menores o mayores, se amontonan en las cárceles. Según un informe publicado en el diario "La Nación" del 24 de noviembre último, "en las cárceles de nuestro país, además de superpoblación de presos, existe una superpoblación de miserias humanas, violencia y enfermedades". Pasa, por ejemplo, que con la participación en los beneficios de autoridades carcelarias, los presos salen a robar y vuelven. Ha sucedido que en ocasión de algún robo mataron a un policía. También tuvieron que matar a otros presos que sabían demasiado, para silenciarlos. Habría, para contar la historia de la disgregación del Estado en la Argentina, muchas páginas para llenar. Se podría relevarlo de la obligación de educar y de dar salud, y aun así seguiría existiendo. Siempre que estuviera en condiciones de retener un poder suficiente para dar seguridad e impartir justicia. De no ser así el Estado desaparece, la autoridad se esfuma y reina el caos. En conclusión: quien resulte electo como jefe de Estado, o de lo que queda de él, después del 18 de mayo, tendrá una difícil tarea por delante.
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