Río Negro Online / opinión

Preocupada, una ama de casa de Milán consulta a la sección «Cartas de lectores»: «Antes de comer estas cosas de esta clase quiero ver claro: ¿tienen efectos negativos?». La respuesta: «Cara signora, en realidad, no se sabe. Pero el lío es grande». El columnista le cuenta que las opiniones sobre los Organismos Genéticamente Modificados (OGM, plantas tratadas con genes de otras plantas u hongos o bacterias, para dotarlas de resistencia a herbicidas, patógenos o estrés ambiental), van de una punta a la otra. Los norteamericanos los proclaman destinados a hacer del planeta una cornucopia, los europeos a arruinarles la salud y la vida. Colin Powell, defendiéndolos, le dice al Papa: «Vea Santidad, yo todos los días ingiero cosas genéticamente modificadas y, como puede darse cuenta mirándome, estoy saludable». Del otro lado, organizaciones ecologistas y anti-globalización alertan sobre nuevas proteínas responsables, aparte de daño ambiental, de alergias alimentarias y resistencia a antibióticos. Por una parte, los pro-OGM recuerdan que en Estados Unidos vienen consumiendo este tipo de alimentos desde 1996 y hasta ahora no hay registro de consecuencias negativas, «neanche un solo mal di pancia», ni siquiera un solo dolor de barriga, traduce el periodista. Por la otra, los «verdes» no cejan: «NO a los alimentos Frankenstein, hasta en USA muchos de ellos han sido retirados o consignados sólo a animales porque fueron hallados peligrosos por la administradora federal de alimentos». En la pugna se mezclan, como es normal, sobre todo intereses. Eso está claro en cosas como el reproche del presidente Bush de que los europeos, al prohibir a los países de Africa recibir alimentos procesados biotecnológicamente, están condenando a los pobres a morirse de hambre, mientras los otros, los franceses en particular (que, por su lado está defendiendo más que otra cosa su agricultura subsidiada), critican a los yanquis diciendo que están únicamente interesados en los agrobusiness de la Monsanto «et alii». En este contencioso se mezclan también posturas ideológicas. Por un lado los que ven a la tecnología como un destino, por el otro los enamorados de la tradicional buena vida agrario-pastoral, ésa que encomiaba Virgilio en las Geórgicas con el tan citado «O fortunatos nimium, sua si bona norint, / Agrícolas!» (Oh, harto afortunados campesinos, si sólo reconocieran su suerte !). De otro modo, concepciones de tipo filosófico opuestas como la romántica de «la Naturaleza es buena, la cultura es mala» (o «lo natural es bueno, lo artificial es malo», olvidando tantísimas cosas como lo bueno de la artificial aspirina y lo malo de las naturales enfermedades…) frente a la visión iluminista del progreso tecnológico sin fin. Margaret Beckett, secretaria de Ambiente, Alimentos y Asuntos Rurales de Gran Bretaña, tiene una posición equilibrada ante el debate en el continente. Considera que en el problema de los OGM lo más importante es el criterio de seguridad y pide, en virtud de ello, una discusión profunda. Piensa que, hasta ahora, muchos gobiernos y el Parlamento Europeo han adoptado posiciones rígidas, mientras los participantes potenciales -multinacionales de un lado y Organizaciones no Gubernamentales por el otro- solamente pueden repetir lo que han venido diciendo hasta el presente. La seguridad de los OGM no ha sido testeada en profundidad y hay peligro de que el asunto sea dejado (del modo como ha sido dejado el problema de los residuos nucleares, dice) al albur de los tiempos. Lo que faltan son decisiones firmes de los gobiernos, ayudados por los científicos en lo que corresponde. Pero son los gobiernos los que tienen que aclararse. Aparte de la polémica entre partidarios y opositores en el Viejo Continente, que seguramente continuará porque se trata también, como hemos dicho, de ideologías, ya en el plano político-económico la última noticia es que la Unión Europea ha resuelto una relativa liberalización de la existente moratoria de comercio a través de la obligación legal de un aviso precautorio al consumidor en la etiqueta de productos con más de un 0,9% de OGM, lo que se interpreta como una decisión salomónica aunque sea, en realidad, confirmatoria de la veda. Es evidente que siguen siendo opuestos (en defensa, dicen, de lo que llaman «nuestro patrimonio biológico, ambiental, paisajístico y alimentario»), pero quieren mostrarse más flexibles. Aceptarán la coexistencia de cultivos con OGM y libres de OGM, pero vigilarán los bizcochos, los embutidos, sus ingredientes y todo lo demás con el pretexto de evitar que a algún europeo lo afecte una alergia o le duela la panza. ¿Cómo se ve a estas «Frankenstein Foods» en nuestro país? Aquí son pocos los que, como la señora de Milán, teman consumir alimentos provenientes de OGM, aceptados, por otra parte, como buenos para ingestión humana por nuestros científicos («Ciencia Hoy», 62/2001, 75/2003). En cuanto a la producción granaria, aunque no faltan inquietudes frente a las políticas restrictivas de la Unión Europea, la mayor preocupación se da en torno de un riesgo de monoproducción en nuestra agricultura con el avance espectacular de la soja transgénica, un cultivo que está desplazando a los cereales tradicionales debido a su notable rentabilidad. Son muchos los empresarios agrícolas que ya piden prudencia en medio de su propia euforia.


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