Sin respuestas

Hasta ahora, la "investigación" del atentado de la AMIA sólo sirvió para recordarnos que muchas de nuestras instituciones son simulacros, cáscaras huecas.

Tal como sucedió en los cinco aniversarios anteriores, los representantes de la asociación Memoria Viva plantearon una pregunta sencilla, ¿quién mató a los muertos de la AMIA?, a sabiendas de que es más que probable que nunca lo sepan. Es por eso que una organización que en otras latitudes se concentraría en buscar ayuda para los deudos de las víctimas se ha erigido en un movimiento de protesta. Sus integrantes dan por descontado que al gobierno del presidente Carlos Menem le faltaba la voluntad política necesaria para impulsar una investigación en serio de lo que fue, al fin y al cabo, el atentado antisemita más sanguinario que se haya producido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y han comenzado a dudar de la sinceridad del gobierno del presidente Fernando de la Rúa también.

Aunque existen buenos motivos para sospechar que tanto el ataque contra la embajada de Israel como el que destruyó la sede de la AMIA, provocando 86 muertos, pudo haber tenido que ver con la relación nada transparente de Menem con ciertos líderes gangsteriles del Medio Oriente o del Norte de Africa, no hay ninguno que explique la eventual pasividad de los jefes de la Alianza, pero esto no supondría que se habrían equivocado por completo aquellos «militantes» de la causa de la AMIA que desconfían en la capacidad del gobierno actual para profundizar la investigación, sólo que en el fondo el problema podría ser otro. Por desgracia, en nuestro país suele resultar sumamente difícil transformar la presunta voluntad de las autoridades de turno en acciones concretas. Los ministros dan las ordenes apropiadas, los encargados de los organismos correspondientes las acatan, tomando las medidas exigibles, pero entonces el ímpetu inicial se diluye cada vez más para que los esfuerzos sean estériles.

He aquí la enseñanza principal de la tragedia de la AMIA. Como sociedad organizada, la Argentina funciona sumamente mal. Todas las instituciones – las políticas, las judiciales, las reparticiones policiales, la administración pública, las previsionales, las vinculadas con la salud y la educación, todas – son extraordinariamente ineficientes. Además, abundan los que están resueltos a asegurar que sigan siéndolo: aquí, «eficiencia» es una mala palabra que se supone quiere decir «ajuste», o sea, el peligro de que haya «discriminación» entre quienes cumplen con su deber y quienes no tienen el menor interés en hacer nada más que aferrarse por los medios que fueran a su «fuente de trabajo».

La reacción formal del país ante la matanza de la AMIA ha sido terriblemente aleccionadora. Luego de haber dejado las operaciones de rescate en manos de militares israelíes, confesando de este modo su propia incompetencia, el gobierno aceptó dejar el asunto en manos de una Corte Suprema claramente incapaz de afrontar un desafío tan grande. Después, fue trasladado al juzgado de un magistrado colmado de trabajo. Toda comparación con lo que hicieron los norteamericanos después de producirse en atentado contra un edificio federal en Oklahoma sería a la vez absurda y denigrante. No se formaron grupos de investigación especiales adecuados. La SIDE, en aquel entonces un organismo más preocupado por ciertas internas políticas que por la seguridad nacional, no estaba en condiciones de aportar nada aunque quisiera hacerlo porque, como pronto se descubrió, los autores materiales bien podrían ser individuos conectados con sus amigos de la Policía Federal o la Bonaerense y los carapintada. En resumen, hasta ahora la «investigación» del atentado contra la AMIA sólo ha servido para recordarnos que muchas de nuestras instituciones son simulacros, cáscaras huecas que se asemejan superficialmente a otras de nombres similares en los países avanzados pero que en verdad no tienen demasiado en común con ellas. Remediar esta situación es urgente porque en los años venideros el país se verá frente a una serie de emergencias tan graves como la planteada por los atentados contra blancos judíos, si bien con toda probabilidad de naturaleza muy distinta, pero puesto que nuestras instituciones se caracterizan precisamente por su incapacidad para reaccionar ante desafíos nuevos, es de prever que todo seguirá igual.


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