Jacobo, señor de caballos y chacras: símbolo de la historia rural de Allen
Nacido en 1921, llegó desde Loncopué siendo un niño. Su figura fue postal de otro tiempo al sur de la Ruta 22, donde hoy lo homenajea una calle.
Una foto los muestra juntos, avanzando en el desfile patrio. Claudia, su hija, lo observa abstraída, contamplándolo, en el Centenario local, pero con sabor a despedida. Jacobo Retamal era el jinete a su lado, el trabajador rural que llegó a Allen en 1930.
La fiesta patria transcurría, como en cada cumpleaños de la ciudad, rodeada por la brisa fría, bajo el cielo nublado. Alrededor, el palco de las autoridades, los fotógrafos, los vecinos, las demás agrupaciones gauchas, pero ella sólo podía pensar en algo que presentía: “este es el último 25 de mayo juntos”. Las emociones era tantas que no hay foto donde no se la vea con los ojos enrojecidos, intentando sin éxito, contener las lágrimas.
Astilla de un mismo palo, como cada uno de los nueve hijos que Jacobo tuvo con su esposa Juana Burachof, oriunda de Chos Malal, los Retamal saben que la chacra 90 fue su lugar en el mundo, en Guerrico, donde la tierra lo vio ocupando todos los roles, con tal de cuidar la vida productiva. Los registros históricos dirán que primero llegó con su familia al antiguo establecimiento “El Manzano”, de Miguel Piñeiro Sorondo, en tiempos donde era necesario bajar médanos y emparejar terrenos, mucho antes de que todo fuera monte frutal. Rastrón tirado por tres caballos, tracción a sangre, la única herramienta disponible para esa difícil tarea.



Don Rosas Retamal y Clorinda Canale eran sus padres, un mendocino, descendiente de un hijo de la Isla de Chiloé, llegado a Loncopué, que hizo familia con la mujer que supo enseñar a leer en el pago, ayudada por la Biblia como único libro de texto para practicar. Una enfermedad hizo que ese jefe de familia tuviera que viajar al valle rionegrino, primero solo, hasta que el hambre en el interior neuquino provocó que lo siguiera el resto de la prole. Aquí en Allen encontraron trabajo en la casa de los Piñeiro Sorondo, donde él cuidó a los traviesos mellizos de la familia y Clorinda asumió las tareas del hogar. Ya en esta zona tuvieron a la última camada de hijos, hasta completar ocho en total.
De esa unión nació Jacobo, ese muchachito, de cabello claro y ojos celestes, que ya desde los tres o cuatro años conoció el trabajo de campo, acompañando a su padre en las tareas del arreo de animales, en extensos recorridos hacia el sur neuquino. De esos años quedaría unido para siempre a los caballos y tres generaciones de una misma sangre le harían compañía hasta el final.
Dedicado a las tierras allenses, esas hectáreas lo vieron plantar papa y alfalfa, para luego dar lugar a la siembra de perales y manzanos. “Ducho” en lo que hiciera falta, también curó, y disqueó, hasta que le llegó el tiempo de ser encargado, organizando la labor de los demás peones. “Allá en mi pago, /está el que se le sienta la potrada, /y está el que piala, /y el que arrea, /y el que marca,/ y el que en un tu / se deja el apellido,/ y el que con tientos teje una esperanza. /Gente que el tiempo /no logrará borrarla,/ porque son hombres / puntales de mi patria”, compuso el gran José Larralde, para reivindicar al criollo. Como Jacobo, que hizo todo bajo el mismo cielo, en un suelo que era como suyo, aunque no tuviera un papel que lo respaldara, como ocurrió con tantos en ese tiempo.
Ex alumno de la Escuela Rural N°27 “Santiago Tomás García”, este vecino cursó hasta tercer grado del Nivel Primario, como muchos de su generación. Con eso y su capacidad de aprender y adaptarse a cualquier nivel social, sostuvo su vida y la de su familia con la labor sin descanso que implicaba la chacra, de lunes a lunes. El trabajo artesanal con el cuero, las jineteadas, las procesiones de Santa Catalina, los desfiles patrios y las carreras a escondidas entre familias amigas fueron por años los únicos eventos sociales para un sector que no tenía francos. “¡Guarda que viene el tobiano!”, era el aviso encubierto, para advertir que venía el patrullero, haciendo referencia a sus colores blanco y negro, como los de ese tipo de equinos, en tiempos de prohibiciones y gobierno militar.


Viajaba “al pueblo” desde la 90, por la calle ciega que hoy lleva su nombre (la Rural 11), hasta doblar por la actual calle Isidoro Maza, para llegar a la sede de la Policía Caminera, en el cruce con la Ruta 22 y de ahí seguir hasta el núcleo comercial de la incipiente localidad. Primero con la chata, luego con el tractor, recuerda su hija Claudia en diálogo con RÍO NEGRO, que antes de emprender la salida, hacía una revisión para despejar el camino, rústico en aquellos años.
Partero de su propia esposa, padre de mellizos, compartió la vida rural con otras tantas familias que crecieron juntas, dedicadas a lo mismo: los Coriñil, los Cabrera, los Antinao, los Epulef, los Reyes (venidos desde Corrientes). Su entorno también recuerda su paso por el Ejército, donde fue cabo del Regimiento de Caballería N°4, durante la época territoriana en el norte de la Patagonia. De pocas palabras pero con profunda fe, de tanto conocer y viajar a la intemperie, se acostumbró a andar con su “casa” a cuestas, en el recado de su caballo, todos objetos que hoy son la herencia que atesoran sus descendientes. Ese mismo estilo de vida le hizo aprender a ser feliz con poco y a transmitirlo a los suyos con el ejemplo.


Con el tiempo, la jubilación bajó la persiana final para una etapa en su vida que ya no encontraba el mismo reconocimiento. Y una foto de la tranquera de la chacra 90, después de 30 años de servicio, el día de la partida, grabó en su retina el cierre de un ciclo que quizás jamás terminó de procesar. Años cuidando tierra ajena hicieron que la guachada de varios amigos le permitieran seguir teniendo un lugar donde alojar a sus animales, mientras que la vida cotidiana en un departamento le parecía un destino imposible. Su esposa, previsora, fue la que se animó a inscribirse en un plan de viviendas para evitar quedarse sin hogar.
“Moro” era para ese entonces su compañero de ruta, de pelaje claro, a quien Jacobo adoptó siendo potrillo y que crió casi como a un hijo, a mamadera, después del robo de quien fuera su madre. Tanta fue la conexión, que después solo él lograba sacarlo de las lagunas de su memoria, cuando comenzó a fallarle. “Sólo con él papá volvía a ser él mismo”, contó Claudia.


Y tan unidos estaban, que el día en que “Moro” partió, tras 25 años juntos, Don Retamal supo que su último suspiro también estaba cerca. “¿Y nosotros?”, le reclamaban el resto de los seres queridos. Pero él se conocía y presentía el desenlace. Finalmente, después de menos de un año, después de repetir en sus momentos de demencia que debía irse, asegurando que aquel caballo amigo lo esperaba afuera para llevarlo, una noche un preinfarto inició una despedida que duró 11 días, hasta el 22 de junio de 2012. El corazón de su hermano Cándido, apenas un año más chico, también unido a Jacobo, no soportó el último adiós y falleció apenas horas antes, para esperarlo en la eternidad.
La ordenanza 31/14 fue la que selló la designación de la calle rural 11 con el nombre de Jacobo Retamal, el trabajador rural que hizo grande la tierra, cuando se cumplieron 80 años de su venida a Allen. Su familia impulsó el pedido, para que tanto legado no pasara desapercibido. “Atrás quedó el caballito, los paseos por la chacra, las puesta de sol en los caminos, te extraño sentado al lado mío papá, daría lo que fuera por un paseo más (…) ¿sabes una cosa? Mis manos seguirán escribiendo recuerdos, porque me seguirás contando historias, a tu lado siempre”, le dedicó Claudia en redes sociales, hace tiempo.


Una foto los muestra juntos, avanzando en el desfile patrio. Claudia, su hija, lo observa abstraída, contamplándolo, en el Centenario local, pero con sabor a despedida. Jacobo Retamal era el jinete a su lado, el trabajador rural que llegó a Allen en 1930.
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