Reina de Neuquén, primera enfermera de Las Ovejas y arriera: la historia de Tocha y su famoso 38 para cruzar la cordillera sola

Ninfa Rosa Tillería, Doña Tocha para todos en su pueblo del norte neuquino, tiene 88 años, 73 nietos, 81 bisnietos y una tataranieta. Cuando salía a caballo siempre escondía el revólver en el corpiño por si era necesario espantar a alguien como aquella vez con cinco hombres en un solitario puesto de montaña en Chile. Su historia es de película y aquí la cuenta.  

Aquella noche fría y tormentosa cruzaba la Cordillera de los Andes a caballo con dos de sus pequeños hijos, cada uno en su montura para volver a casa. Los acompañaba Alberto Valdez, el peón que iba atento a los burros cargados con repuestos para el camión y los alimentos que habían ido a buscar a Linares del otro lado de las montañas a través de pasos y recovecos que conocía bien para salir de la Argentina y entrar a Chile. Ya desde los años 70, cuando llegó la Gendarmería, ese comercio de toda la vida se transformó en contrabando y Ninfa Rosa Tillería, Tocha para todos en el Alto Neuquén, era una clienta habitual en los almacenes y los talleres mecánicos trasandinos de tanto viajar a hacer trueques. Llevaba carne seca de chiva, grasa, jabón en barra, volvía con porotos, harina, azúcar, carburadores. Ella sabía de sobra que esa travesía cruzaba vallecitos de montaña de esos que parecen de cuento con sus pasturas para las chivas y las ovejas, los picos nevados y el agua de deshielo. Sabía también que en otros tramos, aunque los paisajes eran igual de lindos, un mal paso en las cornisas o las pendientes pronunciadas se pagaba caro. Por las dudas que hiciera falta espantar a alguien, solía esconder un revólver calibre 38 en el corpiño. No le inquietaban los pumas, que hallaba inofensivos, y menos los cóndores carroñeros. Lo que en verdad le preocupaba eran los hombres, esos sí que podían ser peligrosos y era necesario andar con cuidado. 

Había hecho sola varios viajes como ese de cinco días de marcha hasta Linares. Sabía de esa red de familiares y puesteros siempre disponible para hacer noche y compartir un chivito al asador en Argenchile, ese territorio donde la frontera era difusa pero los lazos, las costumbres y el comercio no. Sabía también que a veces había que hacer noche donde se pudiera, buscar un lugar con reparo y agua cerca para los animales, recostarse sobre la montura, taparse con el poncho y la frazada, dormir con la mano sobre el 38. Pero aquella aventura sería diferente, porque iba con Nando, de 12 años y Damián, de 7. Porque estaba embarazada de otro de sus diez hijos, el Gringo. Porque empezó a nevar cada vez más fuerte cuando regresaban a Las Ovejas, donde vivían en el norte neuquino. Y porque les dijo a los chicos y al peón que arreen, que ella se iba a adelantar para preguntar en aquel puesto rodeado de animales que se veía desde las alturas si los dejaban pasar la noche. Estaban en una de esas pendientes abruptas donde un error se pagaba caro.  

Corría 1975 y Tocha no recuerda si el otoño ya se había hecho invierno o el invierno primavera pero sí el frío, la nieve y a esos cinco chilenos en el puesto donde se presentó a pedir hospedaje. Los anfitriones enseguida le dijeron que sí a esa neuquina de ojos azules, rubia, de pelo corto y mechón blanco, botas, vaquero y poncho mojado, de sangre vasca por parte de su padre y mapuche de su madre que mucho tiempo más tarde sería elegida reina de Las Ovejas primero y de Neuquén después en los grupos de adultos mayores que escuchan asombrados sus historias. 

Pero aún faltaba una vida para eso y Tocha fue al galope a avisarles a sus hijos y al peón que tenían donde refugiarse esa noche de pesadilla. Se acomodaron los cuatro en el corral y enseguida vinieron los chilenos y le dijeron que cómo se iba a quedar ahí con los niños, que vayan a la casa, que afuera nevaba y adentro daba calor el fogón. Mientras el peón se quedaba en el cobertizo con los caballos, los burros y la carga, ella aceptó, secó a Damián y Nando, les dio de comer y un café calentito y los acostó en una camita que improvisó.

Cuando bajó, se encontró con los cinco hombres, jóvenes y robustos. Enseguida empezaron las insinuaciones. 

-¿Qué hace sola en la cordillera una mujer tan linda? –dijo uno.

Necesita alguien que la cuide  –dijo otro. Los vio venir derechitos. Y cuando otro se acercó y quiso tocarla fue la hora de poner la casa en orden.

-Cómo no va a tener miedo si anda solita –alcanzó a decir antes de llevarse la sorpresa de su vida.

No estoy solita, ando con este –respondió Tocha y sacó el calibre 38 con un movimiento rápido y sorpresivo. Disparó dos tiros hacia arriba. Una milésima de segundo después había dos agujeros en el techo de chapa y ni rastros de los cinco chilenos: los que se refugiaron arriba fueron ellos. Damián y Nando se despertaron por las detonaciones , pero ella los calmó y volvieron a dormirse. 

Tocha y sus hijos pasaron una noche tranquila, aunque ella amaneció sentada, con el 38 en la mano. Poco después desayunaron y reiniciaron el viaje.

-Salieron dos de los chilenos a vernos cuando nos íbamos y les agradecí el hospedaje –dice, y sonríe con el remate de la anécdota. Ofrece un café y unos deliciosos pancitos con merengue recién horneados. 

 -¿Y de verdad no tenía miedo? –le pregunta Diario RÍO NEGRO Es un atardecer de otoño en Las Ovejas, 491 kilómetros al norte de Neuquén capital. Detrás del ventanal se ven los álamos ya virados al amarillo que relucen con los últimos rayos de sol, la calle de tierra donde corrió para asistir a un bebé recién nacido y a su madre que no alcanzó a llegar al hospital y parió sola.  

Coraje nunca me faltó –dice. Hace una pausa, su gesto es pensativo.

-Pero pasé situaciones que no me gustaría volver a vivir –agrega. Mira a los ojos, entusiasmada con cada relato, ahora que tiene 88 y ha pasado tanto tiempo y tantas otras aventuras en su vida de criancera, arriera, primera enfermera del pueblo donde ayudó a traer tantas criaturas al mundo, reina de Neuquén, madre de diez hijos que debió criar y sostener sola desde que a su marido, Venancio de la Costa, la diabetes se lo llevó demasiado joven. 

-Arreglaba el camión tirado en el piso, le cayó una gota de aceite en un ojo, lo perdió. Y con la diabetes todo fue peor. Estuvo mal, mal. Y ya no se pudo recuperar –dice. 

Fue la primera enfermera de Las Ovejas. Foto: Gentileza

A esta altura del partido, Tocha tiene 73 nietos, 81 bisnietos y una tataranieta. Se acuerda del nombre de la mayoría, pero con las fechas de nacimiento se le complica. En el pueblo, muchos la llaman mamá. Conserva la vitalidad, las ganas, el porte, la intensidad de su mirada azul que supo ganar admiradores cuando se aparecía en los bailes del club y entre las rancheras y los tangos se colaba el ritmo contagioso de un boogie woogie cuando se fue a estudiar a Chos Malal. 

-Era como la cumbia de ahora –dice. Ir al cine era el otro pasatiempo favorito.

-¿Cómo se llamaba? 

-¿El cine? No tenía nombre, le decíamos el cine de Pérez, el dueño. Cuando iba a dar una película avisaba con una bomba de estruendo y le metía como tres intervalos. Y si se cortaba la película y no la podía arreglar, contaba cómo terminaba, porque se las sabía de memoria. Era lindo ir, nos divertíamos mucho  –dice y vuelve a sonreír. 

Tocha ya no se ocupa de las ovejas y las chivas allá en los campos de las lagunas de Epulauquen, eso se lo ha dejado a sus hijos. A veces se apoya en el bastón para caminar, pero sin exagerar. Su rostro se enciende con cada recuerdo, como ahora, al contar cómo empezó su historia. Ya se hizo de noche en Las Ovejas.

Recuerdos de Tricao Malal


-Tu sabes que nací el 20 de julio de 1937 en el campo, en Tricao Malal, a unos 115 kilómetros de aquí. Mis padres eran campesinos en el norte de Neuquén. Papá, Guillermo Tillería, tenía sangre vasco española. Mamá, Magdalena Gómez, mapuche. Criaban animales, papá siempre andaba con los arreos, la trashumancia. El que empezó fue mi abuelo, Juan Baustista Tillería, que llegó desde Chile y se afincó en Pichi Neuquén. Papá arrancó con pocos animalitos, éramos muy pobres, mis dos hermanitos que nacieron antes que yo murieron de  hambre, desnutridos, eran bebés. Mamá no tenía leche para darles, no tenía para comer. Cuando papá dejó de tomar y dejó la joda ya empezamos a tener para comer. El día que nací en Tricao nevaba y papá había dicho antes que si salía una beba la mataba, pero después dijo qué linda mi hija y fui su regalona, me mimaba, me abrazaba. De chica era gordita; mamá decía que tenía dos años y me arrastraba, que era como una pelota y que por eso me decían Bocha. Y por decirme así me quedó Tocha –dice.

Tocha recuerda cada detalle de aquel puesto de invernada donde creció, las paredes de piedra pegadas con barro, el techo de cañas de carrizo que se goteaba, el agua de vertiente, la grasa en un plato con una mecha como una vela chata, la leña en el fogón para calefaccionar y cocinar, los chivitos cerca del fuego para que no se entumieran, dormir entre cabras, ovejas, vacas y caballos, las rancheras en la radio, los guisos, los asados, las tortas fritas. Y las conversaciones, siempre sobre los animales: cuándo salir a la veranada para que las crías ganen fuerza y kilos con las pasturas altas, cuándo volver a la invernada para la época de las pariciones, cuándo castrar y vacunar, cómo estaban los caballos y los burros en aquellos tiempos sin alambrados donde los límites de los campos se acordaban a ojo en aquel árbol o aquellas piedras. 

-Cuando empecé a ir a la veranada a Pichi Neuquén era chica, me ataban al caballo, eran tres o cuatro días por la cordillera. Me gustaba ir, ese era mi mundo. Pese a todo, fue una linda infancia –dice. 

A Chos Malal


A los 9 se instaló con la familia en Chos Malal. Allí, en la cabecera del Alto Neuquén y primera capital de la provincia, la ciudad del boogie woogie en el club, el cine de Pérez, un solo camión y un solo auto, el de Álvarez, a los 14 dejó de estudiar y decidió hacer cursos de enfermería, eso era lo que quería. Le tocó ser aprendiz del doctor Pedro Galo y aún lo agradece. Por ejemplo, cuando le dijo que la medicina no debía ser rígida, que debía  escuchar y respetar lo que decían los pacientes siempre que eso no los perjudicara, un consejo que sería clave para ella en el futuro para asistir a las parturientas. 

Se tardaba dos días a caballo hasta Las Ovejas, el pueblo donde se radicó a los 18 para casarse a los 19 con Venancio de la Costa. 

-Era muy buen veterinario. Me enseñó mucho sobre los animales. Fue uno de los primeros intendentes del pueblo. Por casa pasaba mucha gente, se hacían reuniones  –dice. Allí montaron un hospedaje y también daban de comer a los viajeros. Ella se ocupaba de todo, cocinaba pucheros, guisos, ñoquis, tortilla de papas, hacía los asados. Así, mientras nacían sus hijos transcurría esa vida que se desmoronó con la diabetes de su marido, el aceite en el ojo, el progresivo e inevitable empeoramiento de su salud que primero lo tuvo postrado y después se lo llevó de este mundo. 

Así fue que Tocha debió ocuparse de que no faltara nada en la casa. También de los viajes a Chile para los trueques y de la crianza de los animales. Puso un bar para sumar ingresos y salía a vender a los puestos de veranada con la camioneta blanca de los 70, aguantadora y noble como las de antes, cargada a tope de alimentos y  bebidas. 

-Si se rompía algo se ataba con alambre y listo. El vino y la cerveza eran lo que se acababa primero, mire que tomaban los viejos. Les ponía rancheras en la radio. Caía yo y empezaba la joda –dice. 

Doña Tocha tiene 88 y ha pasado tantas aventuras en su vida de criancera, de enfermera, de reina de Neuquén, madre y abuela. Foto: Gentileza

La orden de don Felipe Sapag


Con diez hijos todo lo que generaba no alcanzaba y un día le escribió a don Felipe Sapag  para contarle al gobernador sobre su situación, de sus conocimientos de enfermería, de su necesidad de trabajar.

-Una semana después aterrizó un helicóptero en el pueblo. Bajó el ministro de Salud de la provincia y me mandó a llamar con unos gendarmes que aparecieron en casa. Fui corriendo.  

-Aquí tiene una cofia, un guardapolvo, unas jeringas. Vaya a trabajar a la salita. Dígale al médico que es una orden de Don Felipe –dijo el ministro.

En aquella salita que en los 70 se transformó en hospital había dos piezas. En una ella recibía a los pacientes y hacía los controles, en la otra atendía el médico. 

De aquella época recuerda sobre todo los partos y cómo puso en práctica aquella enseñanza de respetar los pedidos del doctor Galo, porque muchas embarazadas preferían partir en cuclillas sostenidas con un lazo al que se aferraban con las manos. No era la mejor posición para asistirlas, debía tirarse al piso para eso, pero era lo que las mujeres querían y funcionaba.

-Parían así. Y lo acepté. Hasta traían su cuerito para poner al bebé  –dice. 

También le quedan anécdotas como la del hombre que tenía 14 hijos y le preguntó un día qué podía hacer para controlar el asunto. Ella le habló de las pastillas anticonceptivas, le dijo que había que tomar una por noche. El vecino volvió al tiempo y le dijo que su mujer no había quedado embarazada pero que a él le hacían mal las pastillas.

Fue elegida cuatro veces Reina de Las Ovejas y una de Neuquén. Foto: Gentileza

Después le tocó viajar por la provincia, atender en otras ciudades, pueblos y hospitales, hasta que volvió a Las Ovejas y se jubiló. 

Cuenta con orgullo que sus amigas y amigos de los grupos de adultos mayores la eligieron cuatro veces Reina de Las Ovejas y una de Neuquén, por eso viajó a Córdoba en representación de la provincia y allí fue consagrada Reina Madre: era la que más hijos tenía. Gracias a eso viajó por el norte del país.

-Me encantó, me trataron muy bien y conocí lugares lindísimos como las Termas de Río Hondo –dice.

Pocos años atrás su casa se incendió y se llevó una hermosa sorpresa cuando muchos vecinos la ayudaron a reconstruirla. Salía a la calle y las puertas se abrían.

-¿Con qué la podemos ayudar Tocha? – le preguntaban. Le agradece a cada uno y en especial al club de fútbol vecino y a su entonces presidente Rubén Espinosa que la asistieron tanto que la hicieron llorar de la emoción. 

Cuando viaja a Chile con sus hijos se asombra de que todo siga siendo más barato allí, que haya más variedad de productos y de los controles fronterizos. Y cuando a través de la ventanilla de la camioneta aparecen las montañas que recorría a caballo no puede evitar sentir nostalgia por aquellos tiempos en que salía a pelearle a la vida con un 38 escondido en el corpiño. 

-¿Y qué pasó con el revólver? ¿Todavía lo tiene?

-Sí, pero sólo yo sé dónde está -responde Tocha. La charla termina, acompaña hasta la puerta, las estrellas brillan en la noche pura de la Patagonia.

-Va a estar lindo mañana -dice y se despide con una sonrisa.

“Mirá de dónde venimos”: 37 relatos, un gran libro 


Doña Tocha contó su historia en el libro “Mirá de dónde venimos”.

Doña Tocha ha contado su historia en “Mirá de dónde venimos”, un libro comunitario publicado por la Municipalidad de Las Ovejas en base a la notable compilación de relatos de Rafael Urretabizkaya. Se trata de 37 testimonios de adultos mayores que repasan sus vidas y hacen así un invalorable aporte a la identidad cultural de este pueblo del norte de la provincia de Neuquén de 1705 habitantes según el Censo 2022. “En cada rincón de nuestra tierra laten historias que son como tesoros escondidos esperando ser descubiertos”, escribió en el prólogo la intendenta Marisa E. Antiñir. “Cada relato es un hilo que une generaciones, un reflejo de nuestra historia compartida y una inspiración para el futuro”, agregó.

Un libro con 37 testimonios de adultos mayores que repasan sus vidas, uno de ellos es el de Doña Tocha.

Una gran mujer y Testigos de Jehová a la pesca


Isidro Belver era un sacerdote recién llegado al norte neuquino cuando conoció en los 70 a Tocha y su familia. Con el tiempo, tras dejar los hábitos, se convirtió en un gran historiador que comparte con generosidad sus conocimientos en la biblioteca digital Neuteca.   

“Mi aprecio y reconocimiento a una gran mujer que supo sacar adelante su familia – prácticamente sola- con mucho esfuerzo y trabajo del fuerte y pesado, iniciativa y destreza,  entre críticas, envidias y ‘decires’ pueblerinos. Mi admiración por ella, siempre, desde el primer momento que la conocí”, dice Don Isidro. 

Recuerda también una de esas anécdotas que levantan carcajadas en los asados. El protagonista es Guillermo Tillería, el padre de Tocha, que se había pasado de copas en una fiesta de San Sebastián en la que solían aparecer los Testigos de Jehová a ver si conseguían llevar agua para su molino al aprovechar que había miles de creyentes movilizados por los católicos en la celebración. 

En una de esas recorridas, lo encontraron durmiendo la mona a la sombra de un sauce. Uno lo movió del hombro.

-Abuelo, abuelo –trató de despertarlo mientras lo zarandeaba

-Ehhhh… qué quiere? 

-Abuelo, andamos buscando gente que crea en el Señor. Somos Testigos de Jehová y queremos que usted sea un testigo también…

-¡¿Qué?! ¿Yo testigo de ese? ¿Y quién lo conoce? -dijo y volvió a dormir la mona.


Aquella noche fría y tormentosa cruzaba la Cordillera de los Andes a caballo con dos de sus pequeños hijos, cada uno en su montura para volver a casa. Los acompañaba Alberto Valdez, el peón que iba atento a los burros cargados con repuestos para el camión y los alimentos que habían ido a buscar a Linares del otro lado de las montañas a través de pasos y recovecos que conocía bien para salir de la Argentina y entrar a Chile. Ya desde los años 70, cuando llegó la Gendarmería, ese comercio de toda la vida se transformó en contrabando y Ninfa Rosa Tillería, Tocha para todos en el Alto Neuquén, era una clienta habitual en los almacenes y los talleres mecánicos trasandinos de tanto viajar a hacer trueques. Llevaba carne seca de chiva, grasa, jabón en barra, volvía con porotos, harina, azúcar, carburadores. Ella sabía de sobra que esa travesía cruzaba vallecitos de montaña de esos que parecen de cuento con sus pasturas para las chivas y las ovejas, los picos nevados y el agua de deshielo. Sabía también que en otros tramos, aunque los paisajes eran igual de lindos, un mal paso en las cornisas o las pendientes pronunciadas se pagaba caro. Por las dudas que hiciera falta espantar a alguien, solía esconder un revólver calibre 38 en el corpiño. No le inquietaban los pumas, que hallaba inofensivos, y menos los cóndores carroñeros. Lo que en verdad le preocupaba eran los hombres, esos sí que podían ser peligrosos y era necesario andar con cuidado. 

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