Sueño cumplido: así fue el primer arreo de Joaco y su caballo Piñonero en el norte neuquino

Con apenas 6 años, quería participar con su familia del arreo de dos días y 60 km montando el bayo blanco que le regalaron en la pandemia hasta la tierras donde los chivitos encuentran pasturas y agua de deshielo. La crónica de la travesía y un emocionante video.

Fue el primero en despertarse en el puesto de invernada del paraje Las Ramadillas, a unos 15 km de Varvarco por la asombrosa ruta 43 del norte neuquino, tierra de crianceros que protegen a sus rebaños de los pumas y los zorros entre volcanes y arroyos que bajan por las laderas para hacerse río. A las 4.30 de la madrugada del sábado Joaquín Hernández Muñoz ya estaba listo para partir, con su bombacha gaucha pampeana, la camisa y el pañuelo rojo al cuello que le preparó su mamá Viviana, el sombrero de arriero que no cambia por ninguna gorra, el buzo azul para el frío de las primeras horas.

Joaco y Piñonero antes de salir. Foto: Martín Muñoz.

A pocos días de cumplir 7 años, llegaba el momento que tanto esperaba: acompañar a sus tíos y a sus primos a la veranada con su propia montura, el bayo blanco Piñonero que ellos le regalaron en mayo del 2020 cuando fue a visitarlos en marzo y por la pandemia no pudo volver a su casa en El Cholar, unos 100 km al sur.


Hasta que pudo regresar, ahí se quedó, feliz en el campo con Cocho y Amada y sus hijos Walter, Marilin, Ismael y Mical, que lo miman a tiempo completo y le enseñaron a interpretar cada movimiento de su caballo. Cocho se lo cuidó, lo tuvo siempre cerca hasta que a comienzos de diciembre vino Joaco para el gran día.

Son dos días de arreo y unos 60 km por la 43 hasta el puesto de veranada. Foto: Martín Muñoz.

En el reencuentro, lo acarició, le dio de comer avena y zanahoria y le habló un buen rato. “Estoy charlando con mi caballo”, respondía cuando le preguntaban mientras pasaba entra las patas de su amigo sin problemas. Eso sí, pidió que nadie más lo monte: dijo que el que mejor lo entiende es él y si se sube otro se pone mañoso. Todos asintieron.



Con apenas unos mates en el estómago, cerca de las cinco y media ya estaban listos para salir como cada año rumbo a las zonas altas de pasturas y agua de deshielo donde los chivitos ganarán peso y se harán más fuertes.

Joaco en el arreo. El tío Cocho le asigno un grupo de animales. Y su primo Walter lo ayudó a cumplir con su misión. Foto: Martín Muñoz.


Son unos 60 km y dos días de travesía hasta Los Cerrillos: en el último tramo costean la laguna que atrae a los pescadores y llegan al puesto hasta donde arrean también a las vacas y los yeguarizos. Y si el noble oficio de los trashumantes se transmite de generación en generación, ahí estaba Joaco para demostrarlo, los ojos brillantes, bien abiertos, sin querer perderse un solo detalle.

El arreo comenzó al alba, encamperados por la baja temperatura inicial. Nadie en la familia quiso perdérselo, también esntusiasmados por ayudar, por ser parte, así que eran como veinte. Se sumaron también los animales del piño de la abuela, doña Custodia Tapia.

Arrearon unas 400 chivas y un grupo pequeño de vacas y caballos. Foto: Martín Muñoz.

Pasaron el volcán Domuyo, dejaran atrás Aguas Calientes y pararon en Los Baños, alrededor de las 11, para el desayuno-almuerzo con pizzas, pollo y el asado frío que habían llevado.

Después, mientras algunos mateaban o dormitaban, otros aprovecharon para un chapuzón termal libre, Joaco incluido. Al principio no quería saber nada de sacarse la tierra cuando le dijo Viviana, que hizo el recorrido a pie junto a su hermana porque así llegaban hasta recovecos donde los jinetes no podían si había que buscar alguna chiva. “No, mamá, los que arreamos no nos lavamos la cara”, le respondió. Pero después se metió contento.

Antes de esa primera escala fue a tomar la leche a una de las camionetas de apoyo, pero pidió volver rápido para cumplir con su misión: Cocho le había asignado un grupo de animales para que arreara, identificados por un arete rojo.

A eso se dedicó, siempre ayudado por Walter, su primo inseparable que le presta los largavistas para mirar a las ovejas y los pájaros, le lleva casi 30 años y le dice hijo, como sus hermanos y sus padres.

Igual, cuando el sol apretó fuerte le dijeron que se metiera en la chata y él aceptó. Antes, se bajó del caballo como le enseñaron: buscó una piedra que le quedara a tiro. En la caja iban un ternerito y los chivitos más débiles y cansados y Joaco preguntó si ya les habían dado la leche a ellos también.


El momento que más lo impresionó fue el cruce del río Varvarco, que venía un poco más caudaloso que el año pasado, después de un invierno nevador. Pasaron los caballos, pasaron las vacas, pero cuando vio que la corriente arrastraba a algunos terneritos se asustó, por más que allá al fondo estaba uno de sus primos para lazearlos si hacía falta, pero no fue necesario.

Cuando vio que más tarde que temprano todos lograban afirmarse y cruzar se tranquilizó. Ahí estaba su tío Martín Muñoz, fotógrafo y guardafauna, para registrarlo con las imágenes que llevan su sello y por las que tiene miles de seguidores en las redes.

A eso de las 17 detuvieron la marcha para armar las carpas, aflojar los músculos, tomar unos mates y comentar la jornada, prender el fuego para el asado, disfrutar del brillo de las estrellas en la noche pura del norte neuquino.

Joaco no se perdió detalle del trabajo de sus primos y tíos. Foto: Martín Muñoz.

Joaco andaba de un lado para el otro con sus primos, concentrado en el aprendizaje de cada movimiento. Y cuando le dieron un cuchillo para carnear un chivo, no le tembló el pulso. Le costó dormirse. ”Como sino quisiera que se terminara el día”, recuerda Viviana, su mamá.

Cuando empezó a clarear, todo volvió a comenzar. Y ahora sí, el cansancio le pasó factura y la decisión fue que haría el recorrido en la camioneta. Como el primer día, sus tíos se fijaban cuando estaban en un punto alto dónde estaban los otros piños para graduar el ritmo y que no se mezclaran los animales.

Ya en el puesto, Joaco volvió a pegarse a sus primos para no perderse nada y les agradeció a sus tíos por haberlo llevado. Después fue a buscar a Piñonero: ya era hora de darle de comer y charlar un rato con su amigo.

Joaco y Piñonero en la veranada. Foto: Martín Muñoz.

Como describe Amada, la tía de Joaco, en el paraje Las Ramadillas, donde tienen las tierras de invernada, los crianceros están pidiendo unos 3.000 pesos por chivito pero son apenas un par los que lograron vender alguno. “No sabemos si es por la pandemia o porque la gente está sin plata, pero por acá casi no aparecieron compradores”, afirma.

Señala también que después de un invierno nevador, algunas pasturas se recuperaron en la zona, pero no todas. Así, las chivas que no comen bien no tienen leche en octubre, la época de las pariciones, lo que genera mortandad entre las crías.

“El criancero, si puede conservar a las madres, no se aflige tanto si hay poca crianza, porque mantiene el lote”, explica.

“En nuestro caso, aunque no vendimos, pudimos mantener a las madres, o sea que dentro de todo en eso estamos bien”, agrega.

Toda la familia participó del arreo. Foto: Martín Muñoz.

Y relata que otro factor que juega en contra desde hace varios años, es que ya no se vende la lana de oveja ni el cuero de chiva. Un cuadro complejo que coincide con la exigencias de las autoridades de estar al día con las vacunaciones.

En el puesto de invernada donde viven, la electricidad llegó hace dos años, la calefacción es a leña, el agua es de vertiente por manguera, cocinan con garrafa y desde que la empresa de telefonía celular y servicio de Internet migró el servicio a 4G la paradoja es que perdieron señal. «En la veranada por ejemplo subíamos a los cerros y agarrábamos, ahora ya no», dice Amada.


Joaquín Hernández Muñoz cumplirá siete años en una semana. Vive en El Cholar con su mamá Viviana (trabaja en servicios generales en el Hospital) y su hermano Agustín, tan fana del mountain bike como él de los caballos.

Mayo 2020. El primer encuentro de Joaco y Piñonero. Foto: Martín Muñoz.

La pandemia lo sorprendió en una visita a su familia en Varvarco (100 km al norte) y debió quedarse ahí varios meses. Entonces, como una manera de ayudarlo a sobrellevar la situación, sus tíos y primos le regalaron el bayo blanco al que él le puso de nombre Piñonero. Este fue el día que lo conoció: comía avena del morral y primero creyó que usaba un barbijo como él, hasta que el tío Cocho le explicó.


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