Sueños faraónicos
SEGÚN LO VEO
Puede que la aversión actual a los “proyectos faraónicos” sea un síntoma de senilidad, de la falta de vigor juvenil de pueblos envejecidos que están más interesados en las pequeñas cosas que en las grandes obras públicas. O puede que sea el resultado lógico de una decisión colectiva, propia de sociedades democráticas, de privilegiar en adelante las preocupaciones inmediatas del grueso de la ciudadanía por encima de los caprichos de los coyunturalmente poderosos que, desde hace milenios, fantasean con erigir monumentos destinados a dejar boquiabierta a la posteridad.
De todos modos, parecería que en los países más desarrollados ya no hay lugar para obras tan portentosas como las de antes. Aunque los gobiernos y los empresarios más adinerados cuentan con recursos más que suficientes para construir centenares de edificios colosales, los encargados de manejar la plata temen ser acusados de anteponer sus aspiraciones personales al bienestar de los demás o, en el caso de los hombres de negocios, los ingresos de los accionistas.
Así, pues, a los norteamericanos, que hasta algunas décadas eran campeones mundiales en cuestión de construir rascacielos cada vez más altos con el propósito de impresionar al resto del mundo, les importa poco que jeques árabes, sultanes malasios o chinos recién enriquecidos los aventajen en lo que creían que era su especialidad. En vez de sentirse humillados por la proliferación en lugares exóticos de edificios más imponentes que los de Nueva York o Chicago, se felicitan por su propia madurez.
El cambio así supuesto se hizo sentir hace tiempo al abandonar la NASA el proyecto faraónico más espectacular de todos los tiempos: el programa espacial que llevó a la Luna la bandera norteamericana. Optó por limitarse a misiones menos ambiciosas, comercialmente rentables, por motivos presupuestarios, es decir, políticos, es de suponer porque a juicio de una serie de presidentes norteamericanos los presuntos beneficios psicológicos aportados por las hazañas de los astronautas no los ayudarían a ganar votos. En cambio, los chinos creen que el prestigio nacional sí puede ser un bien muy valioso, razón por la que dan a entender que están dispuestos a despilfarrar vaya a saber cuántos miles de millones de yuanes para poner una base minera en nuestro satélite o en Marte.
En la Argentina, las prioridades que cuentan con el aval de la mayoría se parecen a las preferidas por los norteamericanos, de ahí la reacción burlona de tantos frente a los intentos de sus mandatarios de levantar el ánimo popular impulsando iniciativas ambiciosas. Como muchos han señalado últimamente, siempre se les ocurre ensayarlos en un momento inoportuno, por lo común en medio de una de las tormentas económicas que esporádicamente azotan el país, con consecuencias calamitosas para muchísimas familias.
El fracaso de la tentativa de Raúl Alfonsín de hacer de Viedma la nueva capital federal no se debió a la resistencia de funcionarios pusilánimes a combatir “el frío” y “el viento” que, les advirtió el presidente, encontrarían en el sur, ya que las condiciones climáticas de la localidad rionegrina son relativamente benignas comparables con las de Burdeos -si bien llueve menos que en la ciudad francesa y los inviernos suelen ser un poco más duros-, sino a que su gobierno ya estaba en apuros cuando lo anunció, razón por la que pocos tomaron en serio una propuesta que en otras circunstancias les hubiera parecido razonable.
También parece destinada a caer en saco roto la idea de Cristina de trasladar la capital a Santiago del Estero. Si bien el clima del lugar elegido por la presidenta dista de ser tan propicio como el de Viedma para el trabajo sostenido, por lo menos plantearía un desafío a funcionarios demasiado acostumbrados al lujo porteño, pero no es por temor al calor excesivo o a la proximidad de miles de indigentes que la propuesta no prosperará. Será olvidada pronto porque, tal y como están las cosas, cualquier proyecto calificado de faraónico será rechazado por los convencidos de que lo que más quiere el gobierno es distraer la atención de la gente de temas un tanto más urgentes.
Es por este motivo que ha causado más extrañeza que interés el plan de Cristina de construir la torre más alta de toda América Latina en la Isla Demarchi que colinda con Puerto Madero y rodearla de un parque que, dijo, sería equiparable con el Central Park neoyorquino. “Faraónico” o no, el proyecto de la señora que, al presentarlo hace un par de años, afirmó sentirse “la reencarnación de un gran arquitecto egipcio”, tiene sus méritos. Si bien la inversión necesaria superaría por mucho los 2.500 millones de pesos oficialmente previstos, se trataría de una bagatela en comparación con los casi diez mil millones de dólares que gastó Néstor Kirchner a fin de hacer callar por un rato a los odiosos técnicos del FMI. Pero mucho ha cambiado desde la época de “las tasas chinas” y los mundialmente famosos superávits gemelos. Por desgracia, la caja gubernamental está casi vacía y, hasta que todo se aclare, los empresarios del sector privado serán reacios a arriesgarse invirtiendo en torres altísimas y parques.
Como en 1986, cuando Alfonsín exhortó a la ciudadanía a marchar hacia un nuevo destino patagónico, el país está pasando por una etapa en que anuncios que de ser otras las circunstancias parecerían positivos son considerados patéticamente escapistas. Lejos de ocasionar entusiasmo como esperan quienes los formulan, sólo sirven para brindar a los ya escépticos más motivos para mofarse de las desmedidas pretensiones oficiales. Por lo tanto, resultan contraproducentes.
Es lo que ha sucedido en esta oportunidad. Legítimamente enojada por el deterioro de las obras de infraestructura dejadas por generaciones anteriores, la gente preferiría que el gobierno kirchnerista prestara más atención a cosas menos grandiosas que el “Polo Audiovisual” que, de concretarse, modificaría el perfil de la ciudad de Buenos Aires. Como en otros países occidentales, en la actualidad las aspiraciones suelen ser humildes: la mayoría no quiere rascacielos impresionantes sino más cloacas, agua corriente, calles bien asfaltadas y trenes menos atestados, además de hospitales limpios y escuelas.
JAMES NEILSON
JAMES NEILSON
SEGÚN LO VEO
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios