Tango posmenemista
El camino hacia el Sur no es otra cosa que esa misma larga cinta de asfalto colocada como una dura alfombra sobre la piedra. Cada tanto el coche cae en un valle; cada tanto hay que remontar una sierra modesta. Pasa uno que otro camión, algún coche, pero durante largos minutos lo único que cruza el mundo somos nosotros y el pequeño coche rojo en el que viajamos. A los lados, tras las alambradas se ven muy pocas ovejas y algunos esporádicos grupos de ñandúes o de guanacos pastando. Estos últimos, especialmente, impresionan por su porte entre elegante y aburrido. Como todos los camélidos, tienen las patas muy delgadas y el cuello enhiesto. En la Patagonia se los ve siempre hermosos, magníficos a la distancia, con esa extraña apariencia distinguida que mezcla lo aristocrático con lo salvaje. Desconfiados y homofóbicos, huyen siempre, guiados por una impulsiva inteligencia primitiva.
Durante horas recorremos el monótono, interminable camino recto que lleva hacia el fin del continente. Pasamos velozmente por el costado de Trelew, vemos Rawson a lo lejos, no nos tentamos con la entrada a Gaiman ni a Sarmiento, ni a los Bosques Petrificados, que decidimos visitar al regreso.
Ahora seguimos nuestro camino en línea recta como se sigue un destino inexorable.
Luego de varias horas de marcha, aburrida y plana, horas en las que no cruzamos ni un pueblo, de pronto empezamos a ver una serie de carteles a la vera del camino, como flacos escuderos del desierto que avisan que hay una población cercana y que es importante. Se anuncian hoteles, restaurantes, servicios. Comodoro Rivadavia se empieza a sentir en el aire desde varios kilómetros antes. No es la capital de la provincia, pero es la ciudad más grande e importante de Chubut, verdadera antesala de la estepa santacruceña.
Es la ciudad donde vivió David Aracena (1914-1987), uno de los cuentistas más interesantes de la región. La misma del filme Mundo Grúa, de Pablo Trapero. Tiene unos 125.000 habitantes y ha sido por décadas la cabecera de YPF y el mayor centro petrolero nacional. También centro de corrupción e ineficiencia, hoy languidece industrialmente, como todo lo que la globalización se llevó.
Esa noche hemos decidido regalarnos un tradicional cordero patagónico, y escogemos una parrilla de muy buen ver, en la zona portuaria. Nos sirven trozos asados, ensaladas y vino, y empezamos a sentirnos reconciliados con el viaje, el cansancio, el sueño que avanza porque mañana nos espera un tirón largo: intentaremos llegar hasta Río Gallegos, hacer casi mil kilómetros en una sola etapa.
A los postres, y como hemos estado dándole charla y alabando reiteradamente sus dotes de asador, el parrillero abandona las brasas donde toda la noche ha estado trozando y asando corderos y se acerca a nuestra mesa. Chupado de carnes, de cuerpo largo y flaco, canoso y arrugado, escucha nuestros últimos elogios a la delicia que preparó pero sin darles mucha importancia. Enjuto y disfónico, este hombre que aparenta muchos más años que los escasos cincuenta que declara, tiene muchas ganas de hablar. Típico joven de los setenta, acaso ex montonero o militante de las juventudes peronistas, 0 quizá de pasado anarquista pero seguramente disconforme y rebelde, ahora se lo ve completamente manso y más bien triste. Fuma un Imparciales tras otro y tose cada tanto.
-Ah, si yo les contara mi historia -amenaza después de saludar y pedir permiso para charlar, evidentemente saliéndose de la vaina por contarla.
Un suave «adelante» lo embala. Pone primera y se lanza:
-Yo vine hace ya varios años, y la verdad es que el motivo fue que me dejó mi mujer. Me la sopló un amigo, caray, uno de toda la vida. Increíble, ¿no? Y a ella no sé qué le pasó, aunque hoy la entiendo: yo no la tenía bien y la pobreza es canalla, amigo… Pero lo peor son los años que llevo sin ver a los pibes. Tres, y eso es lo que más me duele. Ni nos escribimos. Se pusieron del lado de la vieja, y uno, experto perdedor de altura, se la tuvo que bancar. Algún día van a entender. Espero, aunque no estoy tan seguro. Bueno, no estoy seguro de nada, ni de mi nombre, que en este caso es irrelevante. Pueden llamarme Lito, si quieren, total…
En la historia de Lito se cruzan la impreparación de una clase media que se imaginó eterna y satisfecha para siempre, los sueños desmesurados de una generación idealista, la decadencia de un país de indolentes y la crisis de un mundo que cambia valores por efectos. Lo miro hablar y me recuerda al Gordo Villanueva, un amigo de la infancia que en el Chaco siempre se mantuvo al margen de la política, tuvo un par de empresas de escasa fortuna, tocó la guitarra y cantó los mismos temas toda su vida, y ahora vende hamburguesas y es servicial y bueno como un pan pero tiene encima una tristeza tan grande que espanta.
Lito termina su soliloquio -en realidad un tango patagónico- y acaba hablando de la península. Es que la gente en la Patagonia tiene una intensa necesidad de hablar. De sus vidas, de su ambiente, de lo que hacen. Tienen una insaciable, perentoria necesidad de ser escuchados. Y casi siempre se ven compelidos a justificar su presencia allí, como si cada uno debiera delinear el espacio que ocupa en la inmensidad:
-La Patagonia es una cárcel abierta -define Lito-: uno está en libertad pero no se puede mover. Yo me quisiera ir cuanto antes, pero, no sé por qué, me voy quedando. Digo que me voy, pero me quedo. Y me hago mucha mala sangre porque acá la gente no quiere laburar. Disculpe si suena reaccionario, pero es así. Duermen la siesta si es verano, porque hace calor; y duermen la siesta si es invierno, porque hace frío. Nadie trabaja en serio, y entonces yo me siento un idiota y no veo la hora de irme… A Mar del Plata, aunque dicen que ahora también allá está brava la cosa, ¿no?
Se sienta, confianzudo. Ya no quedan clientes en el restaurante, uno de los tantos que se abrieron en los años de bonanza petrolera en Comodoro. Como casi todos, tiene un nombre que evoca ballenas, orcas, pingüinos o lobos marinos. Fuma otro pucho, melancólico, acepta el café con que lo invitamos y narra la historia de la mujer que lo tiene así. Un tango, ni más ni menos, aunque en plan fantástico.
-Mina brava, Alma Della -declara-. Ya era rara desde el nombre, como esos de las telenovelas venezolanas de ahora, ¿vio? Primero nos salió a todos con que se embarazó virgen. Así como lo oye. Era de una familia muy religiosa, típica de clase media baja, bien chupacirios. Y le creyeron a la chica, cómo no, si ella juraba y rejuraba que no había tenido relaciones con el novio, o sea yo. Entonces la abuela, como al pasar, dijo que habría sido el Espíritu Santo. Nadie supo si lo dijo en serio o en broma, la vieja, pero todos se engancharon con la fantasía. Incluso este servidor. Porque yo no la había tocado, digamos, en lo sexual. Uno que otro beso de zaguán, como se hacía antes, un franeleo de cocina y nada más. Yo era pibe y habré sido gil, también, pero el caso es que la quería. Y me casé con ella y viera cómo lo quise al pibe, fuera hijo del Espíritu Santo o de Magoya. Después vinieron dos más y yo creo que fuimos felices. Un tiempo, digo, o a lo mejor fue todo pura ilusión. Quién sabe. Hasta que vino la noche.
Carraspea, chupa el cigarrillo hasta que la brasita arde como una culpa y concluye:
-Y la noche, mi amigo, tiene nombres: el de Alma Della en brazos de un traidor; y el del Turco hijo de su madre que prometió Revolución Productiva pero rifó el país y pudrió la moral.
En ese momento entra un grupo de japoneses. Son como veinte y llegan como llegan ellos: llenos de cámaras y sonrisas. Un guía que los trae de quién sabe dónde ruega que se les prepare algo de comer. Lito se hace rogar unos segundos y luego declara que no hay más cordero por esa noche, salvo unos restos que, si les gusta, se los escabecha en segundos… Y enseguida se dirige a la cocina donde ordena minutas y ensaladas. Cuando regresa junto a nosotros, que nos aprestamos a salir, nos guiña un ojo, juguetón, y dice:
-La Argentina es un país maravilloso, viejo. Ni gente como nosotros somos capaces de echarlo a perder del todo. ¿No ve que acá siempre se inventa algo para comer?
Salimos a la calle y andamos bajo el viento frío que viene de la bahía. Algunas luces se reflejan arriba, sobre Comodoro, que a esa hora es un interrogante negro. Pensando en Lito, o cómo se llame, me viene a la memoria una frase mara~villosa de Elías Canetti en El suplicio de las moscas: «Aunque esta vida fuese aún más humillante, tampoco renunciaría a ella.»
Fernando me pregunta cuál creo yo que podría ser la más fuerte representación poética de la noche. Coincidimos en escoger la metáfora de Borges: «la unánime noche». Con un solo adjetivo la define inmensa, eterna y absoluta.
Sé que esa noche soñaré algo que ya soñé otras veces. Es un sueño reiterado, que incluso una vez comenté con Ricardo Piglia en la cocina de la casa que los exiliados argentinos teníamos en la Ciudad de México, hace veinte años, cuando él acababa de publicar Respiración artificial.
Sueño equivocado
Dos amigos discuten, durante una larga noche de empanadas y vino, sobre la concepción del Tiempo en Wells. A las cuatro de la mañana se duermen, borrachos, exhaustos, sin haber llegado a conclusiones ni acuerdos. A las ocho y media uno se levanta y despierta al otro -quien se asusta y lo insulta- para decirle que ya tiene la solución porque Wells se le apareció en su sueño y se la reveló. El otro lo mira, contrariado, y replica que eso no puede ser porque él también soñó con Wells y es obvio que Wells no pudo estar en los dos sueños.
Mientras desayunan cambian impresiones, hasta que acuerdan que, evidentemente, los dos han soñado lo mismo y a la vez. Pero enseguida reanudan la discusión cuando uno afirma que Wells se hallaba en la Biblioteca Nacional, y el otro afirma que no, que en una casa de la calle Maipú. Es entonces cuando se dan cuenta de que en realidad ninguno soñó con Wells, sino que ambos soñaron con Borges.
«Final de novela en la Patagonia», de Mempo Giardinelli. Ediciones B, 2001.
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