Teatro del absurdo

La presidenta Cristina Fernández de Kirchner se supone una oradora realmente excepcional, razón por la que con frecuencia desconcertante ordena a la Cadena Nacional difundir sus discursos para que todos los televidentes y radioescuchas del país puedan disfrutarlos. Es lo que ocurrió el jueves pasado cuando en una arenga apasionada la mandataria nos aseguró que «hasta el domingo» la nuestra fue «una sociedad de secuestros», pero no tenía en mente la inseguridad ciudadana que desvela a la población porque aludía a algo que según parece cree mucho más siniestro, los «secuestros de goles», lo que según ella era intolerable en «ese país en que secuestraron a 30.000 argentinos». Y para que nadie dudara de la gravedad del problema ocasionado por los autores de tamaña infamia, incluyó a los goles recién liberados entre «los bienes fundamentales» sin los cuales «la democracia está incompleta», de este modo vinculando a la empresa Torneos y Competencias con los golpistas del campo. Como era de prever, el intento de Cristina de comparar la conducta de los responsables de «secuestrar» el fútbol televisado con aquella del régimen militar dio pie a un debate esperpéntico entre autoproclamados defensores de los derechos humanos; mientras que los oficialistas dijeron encontrarlo perfectamente válido, otros, encabezados por el premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel, lo calificaron de «una barbaridad».

Tiene razón Pérez Esquivel. Sería difícil concebir una forma menos adecuada de reivindicar la decisión de los Kirchner de gastar 600 millones de pesos aportados por los contribuyentes a fin de congraciarse con los aficionados del fútbol que la elegida por Cristina. Parecería que está tan resuelta a figurar como líder mundial de la lucha por los derechos humanos que se ha dado el gusto de inventar uno nuevo, el derecho de toda persona bien nacida de ver gratis por televisión los partidos de fútbol. Bien que mal, es poco probable que su ejemplo incida en las prácticas del resto del planeta, gobernado como está por individuos insensibles que en muchos países supuestamente civilizados reprimen brutalmente a la gente obligándola a pagar por ver los torneos deportivos que más le interesan. ¿Por qué actúan de manera tan poco solidaria? Dicen que es porque el deporte profesional comercializado es una actividad sumamente lucrativa, y por lo tanto costosa, que depende de la voluntad de los consumidores en potencia de gastar dinero. Es idéntica su actitud ante el negocio supuesto por la música popular, pero puede que Cristina crea que escucharla gratis es otro derecho fundamental y que por dicho motivo nadie debería tener que pagar una entrada para asistir a un recital. De ser así, en el próximo discurso que pronuncie por la Cadena Nacional la presidenta de la República declarará la guerra a los secuestradores de canciones, equiparándolos con los esbirros de la dictadura.

Por aberrante que le parezca a Cristina, tanto en la Argentina como en otras partes del mundo abundan las personas que no tienen el menor deseo de ver fútbol por tevé, aun cuando hacerlo no les costará un solo centavo. ¿Es justo que a través de sus impuestos tengan que subsidiar a los aficionados? Si Cristina fuera una demócrata auténtica, impulsaría legislación para que todos pudieran acceder gratuitamente a lo que más les interesa, por recóndito y minoritario que fuera, trátese de libros, películas u otros bienes culturales, aboliendo de una vez la necesidad engorrosa de tener que pagar para gozar del derecho fundamental a tener acceso libre a la cultura. Huelga decir que la posibilidad de que Cristina vaya tan lejos es nula. Sus motivos para en efecto estatizar las transmisiones de los partidos de fútbol tienen menos que ver con el horror que le produce el espectáculo desgarrador de todos aquellos goles secuestrados que con la voluntad de conseguir el apoyo de un sector electoralmente significante y con el odio que siente por el grupo mediático Clarín, pero puesto que entiende que no le convendría en absoluto hablar con franqueza sobre el asunto optó por intentar justificar las medidas que acaba de tomar su gobierno con afirmaciones grotescas que le han asegurado un lugar de privilegio en cualquier recopilación futura de zonceras argentinas.


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