Tiempo de recreo

Desde hace un par de semanas, el debate político, por llamarlo de algún modo, gira en torno del conflicto entre Cristina Fernández de Kirchner y Hugo Moyano. En opinión del sindicalista, la presidenta es una mujer tan abrumadoramente soberbia que actúa como una dictadora y que, para más señas, está resuelta a hambrear a los trabajadores. En la de Cristina, Moyano es un extorsionador agresivo, un sujeto despreciable. Para subrayar el desdén que siente por el camionero, el miércoles le robó tiempo televisivo, obligándolo a demorar la arenga que estaba por pronunciar ante la muchedumbre que se había congregado en la Plaza de Mayo, para aleccionar a la ciudadanía sobre lo lindos que son los chanchitos, aunque, nos aseguró, los hay que son feos, tan parecidos ellos a los humanos. Es como si estuviéramos en el “país jardín-de-infantes” de la recordada María Elena Walsh. Por cierto, los cruces entre Cristina y Moyano tienen menos que ver con los problemas auténticos del país, que son muchos y parecen destinados a agravarse en los meses venideros, que con el deseo de ambos de intercambiar epítetos rencorosos. Es habitual atribuir a las secuelas del colapso económico de 2001 y 2002 el estado lamentable de todas las instituciones políticas del país –los partidos, las legislaturas, la presidencia, la administración pública y las diversas reparticiones del Estado– pero aquella catástrofe, lo mismo que las largas décadas de virtual hegemonía castrense, fue sólo un síntoma de un mal mucho más profundo. En la Argentina, como en otros países latinoamericanos, el poder político siempre se ha visto concentrado en pocas manos, con la “sociedad civil” limitándose a mirar lo que hacían los poderosos. No sólo los partidos, sino también los sindicatos, las empresas privadas de cierta magnitud y las organizaciones no gubernamentales, suelen ser caudillistas. He aquí una razón, tal vez la principal, de la proliferación de movimientos pequeños, cuando no unipersonales, que hace imposible la formación de partidos que sean equiparables con los de las democracias consolidadas. Obligados a elegir entre subordinarse a un jefe reacio a tolerar manifestaciones de disenso y probar suerte creando un partido propio, muchos optan por independizarse. En otras latitudes, la tendencia así supuesta se ve limitada a las fracciones crónicamente pendencieras de la extrema izquierda; en la Argentina, afecta a los comprometidos con todas las variantes ideológicas concebibles. En una sociedad de tradiciones caudillistas, la mayoría llega pronto a la conclusión de que la responsabilidad es forzosamente ajena: deja hacer hasta que un día se harte de la prepotencia de los gobernantes. En 1973, muchos sintieron alivio cuando los militares se encargaron del gobierno por entender que la clase política en su conjunto no estaba en condiciones de enfrentar los problemas gravísimos que habían surgido al fracasar, de manera cataclísmica, el proyecto supuesto por la restauración peronista. En aquel entonces, ninguna agrupación civil se creía preparada para asumir la responsabilidad de hacer frente a la crisis terminal de turno. Huelga decir que tendría consecuencias nefastas la voluntad de borrarse de quienes, en buena lógica, deberían haberse encargado del gobierno. Por fortuna, la situación actual es muy distinta. Entre otras cosas, la corporación militar se ha visto desmantelada. Así y todo, parecería que aún hay muchos, demasiados, que están más interesados en servir a un jefe –en esta oportunidad, una jefa– que en desempeñar un papel más positivo. La “soberbia” de Cristina, su negativa a “dialogar” con disidentes o con rivales en potencia, es el resultado natural de la obsecuencia de aquellos legisladores que anteponen la lealtad incondicional al Poder Ejecutivo, de la que se enorgullecen, a su deber para con el Congreso. Al darse cuenta Cristina de que pocos se animaban a cuestionar sus decisiones, le resultó fácil entregarse a la tentación comprensible de replegarse cada vez más, rodeándose de familiares, viejos amigos y, para variar, personajes, como el actual vicepresidente Amado Boudou, dispuestos a rendirle pleitesía por entender que su futuro no dependería de sus propias dotes sino de su capacidad para congraciarse con la dueña del poder. En diversas ocasiones, Cristina ha dado a entender que sabe muy bien que en este mundo nada dura para siempre, que tarde o temprano todo llega a su fin, pero parecería que muchos integrantes de su entorno se resisten a creerlo, de ahí la indignación que sienten al enterarse de que algunos oficialistas, de los que el más notorio es el gobernador bonaerense Daniel Scioli, ya están pensando en la sucesión. Les convendría adoptar una actitud más conciliadora. Mal que les pese, la evolución de la economía ha dejado de favorecer las pretensiones de los partidarios de “Cristina eterna”. De caer el país en el pantano de la estanflación, desgracia que ya parece inevitable, se multiplicarán las protestas sindicales y, tal vez, episodios tan ominosos como el que hace poco se produjo en Cerro Dragón, donde una banda de exaltados encapuchados, vinculados con el gremio de la construcción, destruyó las instalaciones del yacimiento petrolero más importante del país. En tal caso, los oficialistas tendrían buenos motivos para lamentar la fragilidad del andamiaje institucional que tanto hicieron para debilitar, por suponer que era de su interés eliminar todos los obstáculos en el camino del poder absoluto. Cuando las instituciones son precarias, el que pocos se sientan realmente comprometidos con ellas plantea un peligro a mandatarios que de otro modo no correrían riesgo alguno de ver truncada su gestión porque su autoridad debería más a su investidura que a su carisma personal o al fervor de sus simpatizantes. Los partidarios de Cristina son claramente conscientes de esta realidad desagradable; aluden con tanta frecuencia a la presunta voluntad “destituyente” de sus adversarios porque comprenden que en la Argentina es más probable que un ciclo político se rompa repentinamente a que se doble, adaptándose a circunstancias nuevas, como resulta normal en aquellos países en que las instituciones, fruto de muchas décadas o incluso siglos de experiencia, trascienden a los individuos aun cuando se trate de estadistas excepcionales.

JAMES NEILSON

SEGÚN LO VEO


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