Un cerebro superior

HÉCTOR CIAPUSCIO (*)

Cuando en el 2010 se cumplieron 150 años del fallecimiento de Arthur Schopenhauer (1788-1860) hubo una eclosión de publicaciones acerca de la actualidad de las ideas presentes en su fundamental “El mundo como voluntad y representación”, así como de la influencia que esta obra ejerció sobre grandes personalidades de la cultura. Desde Wagner a Nietzsche, desde Tolstoi a Thomas Mann, desde Freud a Karl Popper, grandes artistas y grandes pensadores reconocieron que las doctrinas del filósofo habían inspirado rasgos esenciales de sus obras. En esa ocasión Rudiger Safranski, un estudioso conocido aquí por sus seminarios en el Instituto Goethe y por ser autor de una maciza biografía sobre Heidegger, publicó en “El País” de Madrid un artículo con título “La actualidad de Schopenhauer” precisamente. El artículo hacía una síntesis de las ideas de una doctrina coincidente con los nuevos problemas que en nuestros días ponen en la agenda pública los avances de la ciencia y la maduración de la cultura. Por ejemplo, el giro biológico en la filosofía, la imagen del hombre que presentó Schopenhauer, esbozada no desde el espíritu sino desde el cuerpo y sus pulsiones, desde la biología en general, concuerda con la fascinación actual de las teorías sobre la influencia genésica determinante (p. ej. Dawkins en “El gen egoísta”) y la reducción del espíritu a las funciones cerebrales. En un famoso capítulo dedicado a la metafísica del amor sexual, Schopenhauer expuso que hasta en el amor más romántico, a la postre actúa solamente lo biológico, esto es, el comportamiento procreador. En su concepción filosófica, según la cual en la pulsión por vivir, a la que llama la voluntad, su auténtico núcleo son los genitales. Ante la conciencia, explicó, el impulso de procreación se representa como una aspiración psíquica y como enamoramiento. Entre nosotros, Jorge Luis Borges hizo en “Otras inquisiciones” una declaración sobre “El mundo como voluntad y representación” reconociendo cuánto lo había marcado intelectualmente en su vida. Y de visita en el propio país del autor, dijo en un reportaje que se había empeñado en estudiar la lengua alemana para poder leer a Schopenhauer en su propio idioma. Otro reconocimiento suyo está en “Deutsche Réquiem”, un cuento incluido en “El Aleph” cuyo argumento está referido a otra obra del filósofo, más liviana y popular, con un párrafo borgeano que dice: “En el volumen de ‘Parerga und Paralipomena’ (aclaramos: palabras griegas que significan ‘Opúsculos y apéndices’) releí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio”. Lo que relata Borges sobre el desenlace criollo de la vida del alemán Johannes Dahlmann en “El Sur” refleja esa fatalidad cumplida. El aludido por Borges es un libro de divulgación que Schopenhauer hizo editar con el propósito de popularizar su doctrina filosófica. Se trata de una versión aliviada de textos incluidos como complementos en el tomo II de “El mundo como voluntad y representación” que contiene ensayos sobre temas como la vida de la especie, la muerte, la herencia de las cualidades, la metafísica del amor sexual, el sufrimiento de la vida, la negación de la voluntad de vivir y el orden de la salvación. Se distingue un capítulo con “Aforismos sobre la sabiduría de la vida” que puede interesarle al público porque afectan directas emociones de todos. (Tanto es así que para un librito con una selección de temas del libro, que los incluye parcial y arbitrariamente y es conocido entre nosotros, se eligió como título comercialmente atractivo “El amor, las mujeres y la muerte”). El pensador alemán presenta el opúsculo como una reflexión acerca de las posibilidades de alcanzar una relativa satisfacción de lo que el hombre aspira para ser feliz, algo que este filósofo del pesimismo aprecia negativamente. Sostiene que creer en una vida feliz es un “error innato”, pero de todos modos propone consejos útiles a la limitada posibilidad humana. Dice que lo más importante es tener alegría de espíritu, lo que no tiene nada que ver con la posesión de riquezas (más bien lo contrario) y sí mucho con una buena salud, pues las nueve décimas partes de nuestra felicidad se fundan en la salud, aunque ella no sea condición suficiente para aquella alegría. Escribe que “es la más grave locura sacrificar la salud a cualquier otra cosa: riqueza o fama, por no hablar de voluptuosidad y goces fugitivos”. (Dejó escrito en otra parte su convicción de fondo: “Los bienes mayores de la vida humana son la salud, la juventud y la libertad”). Dos enemigos de la felicidad son el dolor, que es inevitable, y el tedio. La capacidad de librarse del aburrimiento depende de las fuerzas intelectuales, de la riqueza interior. La gente vulgar se preocupa tan solo de llenar el tiempo, quien tiene algún talento se ocupa en aprovecharlo. En cuanto a los goces humanos, los más importantes son los de la sensibilidad (pensar, contemplar, leer, estudiar, ejercer un arte) esto es, los que nos distinguen de los animales. En cuanto a la relación con los demás, con lo social, recuerda el ejemplo de los puercoespines que en crudo invierno se apiñan entre sí para calentarse pero, como así se clavan uno a otro las empinas, tienen que volver a separarse. Lo mismo sucede con el hombre, busca la sociedad pero, atormentado por sus maldades, tiene buena razón para poner distancia de sus congéneres. Tal es, en cuanto a la vida social, el consejo irónico del enorme pensador y misántropo famoso. (*) Doctor en Filosofía


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