Un cuento cordobés

Ha de ser este un cuento cordobés, aunque de cuento no tiene nada. Miramar es una pintoresca localidad mediterránea, que recorrí con placer hace unos años. Se levanta a la vera de la mayor cuenca cerrada de Sudamérica, la laguna salada de Mar Chiquita, cuyo origen se remonta a unos 30.000 años. Ya en los albores del siglo pasado se promocionaba que los fangos y las aguas eran curativas y tan salobres, que las personas flotaban sin esfuerzo. Fue tal el interés, que en corto tiempo el lugar se fue poblando de muelles, costaneras, casas, comercios, hoteles… Progreso. Paseando por Alta Gracia leí sobre Miramar, a propósito de un curioso y antiguo hotel cuya construcción se atribuye a los nazis. Ese fue el motivo de mi visita. Pero no más llegar quedé descolocado: el pueblo se levanta a cientos de metros de los escombros de otro pueblo, que está debajo del agua salada. Se ven las siluetas fantasmagóricas de lo que alguna vez fueron edificaciones, como si además de inundación hubiera habido un bombardeado. Fui al museo y a la dirección de Turismo para preguntar sobre el asunto. Allí me enteré que al inicio de los 70, Miramar llegó a ser un centro turístico con ínfulas de principado monegasco. Había más de 100 hoteles, varios de ellos lujosos. Pero desde 1974, en coincidencia con un aumento de registros de humedad, la laguna creció hasta llevarse el pueblo. El agua cubrió 37 manzanas y obligó a evacuar a 200 familias. Unos 120.000 metros de edificación quedaron cubiertos, entre ellos el 90 % de los hoteles (datos extraídos de La Voz del Interior y web de Miramar). De los 4.200 habitantes estables de entonces, en 1977 habían quedado 2.000. Pero Miramar asimiló el golpe e intentó volver a desarrollarse, sólo que no se podía hacer nada con el pueblo que había quedado bajo las aguas. Era necesario quitarlo de en medio para que los bañistas volvieran a la laguna y, con ellos, el turismo y el dinero. En 1992, por convenio con el Ejército, se dinamitaron las construcciones que yacían bajo el líquido. Apenas se salvó en pie el torreón del hotel y casino Copacabana. Hice a la guía turística del museo algún tonto comentario sobre la inevitabilidad de la naturaleza, y entonces ella me contó la otra parte de la historia: muchos años después, expertos convocados por el gobierno cordobés descubrieron que aquella inundación que parecía excepcional, cíclicamente había sido precedida de otras similares. Ocurre que los padres fundadores asentaron el pueblo justo cuando se estaba en un período de varios años secos, y al llegar el primer año con registros muy húmedos la laguna no hizo más que crecer hasta su máximo cauce, el de los ciclos inundables. Ni un metro más. En otras palabras, por ignorancia, desidia, impericia, avaricia, candidez, moda, escasez de recursos, desapego al estudio, apuro o simple mala suerte, se había permitido construir donde no se podía ni debía… En San Martín de los Andes, piedras de 12.000 kilogramos cayeron la semana pasada haciendo estragos sobre edificaciones construidas al pie de un faldeo, desde una cornisa a pique de la montaña. No fue una tragedia porque ocurrió de madrugada, cuando los comercios a la vera de la Ruta 234 estaban vacíos. Además de las rocas colosales, cientos de otras más “pequeñas” quedaron atrapadas en un cipresal, evitando que llegaran a la ruta como una arrolladora avalancha. Los peñascos fueron removidas por las fuertes lluvias, acaso como ocurre cada tanto desde hace miles de años en este valle esculpido por glaciares. Y de seguro volverá ocurrir. Ojalá con la misma buena suerte…

la semana en san martín

fernando bravo rionegro@smandes.com.ar


Ha de ser este un cuento cordobés, aunque de cuento no tiene nada. Miramar es una pintoresca localidad mediterránea, que recorrí con placer hace unos años. Se levanta a la vera de la mayor cuenca cerrada de Sudamérica, la laguna salada de Mar Chiquita, cuyo origen se remonta a unos 30.000 años. Ya en los albores del siglo pasado se promocionaba que los fangos y las aguas eran curativas y tan salobres, que las personas flotaban sin esfuerzo. Fue tal el interés, que en corto tiempo el lugar se fue poblando de muelles, costaneras, casas, comercios, hoteles... Progreso. Paseando por Alta Gracia leí sobre Miramar, a propósito de un curioso y antiguo hotel cuya construcción se atribuye a los nazis. Ese fue el motivo de mi visita. Pero no más llegar quedé descolocado: el pueblo se levanta a cientos de metros de los escombros de otro pueblo, que está debajo del agua salada. Se ven las siluetas fantasmagóricas de lo que alguna vez fueron edificaciones, como si además de inundación hubiera habido un bombardeado. Fui al museo y a la dirección de Turismo para preguntar sobre el asunto. Allí me enteré que al inicio de los 70, Miramar llegó a ser un centro turístico con ínfulas de principado monegasco. Había más de 100 hoteles, varios de ellos lujosos. Pero desde 1974, en coincidencia con un aumento de registros de humedad, la laguna creció hasta llevarse el pueblo. El agua cubrió 37 manzanas y obligó a evacuar a 200 familias. Unos 120.000 metros de edificación quedaron cubiertos, entre ellos el 90 % de los hoteles (datos extraídos de La Voz del Interior y web de Miramar). De los 4.200 habitantes estables de entonces, en 1977 habían quedado 2.000. Pero Miramar asimiló el golpe e intentó volver a desarrollarse, sólo que no se podía hacer nada con el pueblo que había quedado bajo las aguas. Era necesario quitarlo de en medio para que los bañistas volvieran a la laguna y, con ellos, el turismo y el dinero. En 1992, por convenio con el Ejército, se dinamitaron las construcciones que yacían bajo el líquido. Apenas se salvó en pie el torreón del hotel y casino Copacabana. Hice a la guía turística del museo algún tonto comentario sobre la inevitabilidad de la naturaleza, y entonces ella me contó la otra parte de la historia: muchos años después, expertos convocados por el gobierno cordobés descubrieron que aquella inundación que parecía excepcional, cíclicamente había sido precedida de otras similares. Ocurre que los padres fundadores asentaron el pueblo justo cuando se estaba en un período de varios años secos, y al llegar el primer año con registros muy húmedos la laguna no hizo más que crecer hasta su máximo cauce, el de los ciclos inundables. Ni un metro más. En otras palabras, por ignorancia, desidia, impericia, avaricia, candidez, moda, escasez de recursos, desapego al estudio, apuro o simple mala suerte, se había permitido construir donde no se podía ni debía... En San Martín de los Andes, piedras de 12.000 kilogramos cayeron la semana pasada haciendo estragos sobre edificaciones construidas al pie de un faldeo, desde una cornisa a pique de la montaña. No fue una tragedia porque ocurrió de madrugada, cuando los comercios a la vera de la Ruta 234 estaban vacíos. Además de las rocas colosales, cientos de otras más “pequeñas” quedaron atrapadas en un cipresal, evitando que llegaran a la ruta como una arrolladora avalancha. Los peñascos fueron removidas por las fuertes lluvias, acaso como ocurre cada tanto desde hace miles de años en este valle esculpido por glaciares. Y de seguro volverá ocurrir. Ojalá con la misma buena suerte...

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