Un desastre administrativo
No es ningún secreto que las empresas privadas son por lo común mucho más eficaces que las públicas. Lo son porque los encargados de manejarlas entienden que, a menos que hagan bien su trabajo, su propia carrera correrá peligro, mientras que en la mayoría de los países sus homólogos de las empresas estatales propenden a privilegiar intereses que son netamente políticos, lo que les permite atribuir todas las críticas a la voluntad de los dirigentes opositores de perjudicar al oficialismo de turno. Es lo que ha sucedido a Aerolíneas Argentinas que, debido al escaso profesionalismo de los gerentes improvisados nombrados por el gobierno kirchnerista, sigue protagonizando un escándalo tras otro. En cierto modo, es lógico que lo haga. Los óptimamente remunerados militantes de La Cámpora que la administran saben que les es dado cometer errores que, si fueran ejecutivos de una empresa privada, les costarían muy caro, porque pueden confiar en el apoyo sin límite, tanto económico como político, del gobierno nacional, o sea de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Por lo demás, por tratarse de una empresa que, a pesar de las apariencias, aún es, conforme a la ley, una sociedad anónima privada, los administradores no tienen que prestar atención a los controles que, en teoría por lo menos, les sería preciso tomar en cuenta si fuera cuestión de una empresa pública normal. Sea como fuere, puesto que el país está en plena temporada electoral, la gente de Aerolíneas se siente constreñida a participar de la campaña del oficialismo. Antes de quedar eliminado del balotaje porteño el presidente de la empresa Mariano Recalde, los gerentes de Aerolíneas redoblaron los esfuerzos por brindar la impresión de estar en condiciones de ofrecer un servicio aceptable sin preocuparse por la sobreventa de pasajes baratos o la necesidad de respetar las normas internacionales para las horas de trabajo de los tripulantes, con el resultado de que, al iniciarse las vacaciones de invierno, se vieron cancelados centenares de vuelos. Según los gremios aeronáuticos, el colapso de Aeroparque, que –dijo Recalde– “parece la cancha de Boca por la cantidad de gente que hay”, como si a su juicio los viajeros frustrados que lo colmaban se hubieran reunido a fin de rendirle homenaje, se debió exclusivamente a las malas decisiones gerenciales. El líder del Pro, Mauricio Macri, sorprendió a muchos al afirmarse a favor de que Aerolíneas permanezca en manos del Estado con el presunto propósito de congraciarse con la mayoría que, a pesar de todo lo ocurrido últimamente en el sector público, es contraria a la privatización de empresas emblemáticas. En el caso de Aerolíneas, tal postura puede justificarse porque en un país de las características geográficas de la Argentina hay muchos lugares alejados de los centros urbanos principales que una empresa privada dejaría sin servicios aéreos por razones comerciales, pero ello no quiere decir que a los funcionarios responsables de la gestión no les sea necesario procurar obrar con eficiencia. Sin embargo, aunque sería de suponer que los partidarios del estatismo intentarían mostrar que las empresas públicas pueden superar en tal sentido a las privadas, aquí los seleccionados para administrarlas siempre parecen decididos a probar lo contrario. La ola privatizadora de los años noventa del siglo pasado no se vio impulsada por un cambio ideológico sino por el desempeño desastroso de monopolios estatales pésimamente manejados, como Entel, transformados en feudos gremiales. Huelga decir que la situación en que se encuentra Aerolíneas se asemeja mucho a la de aquellas viejas empresas públicas, con la única diferencia de que los militantes de La Cámpora ocupan lugares que antes hubieran sido de sindicalistas. Mal que les pese a ciertos oficialistas, los recursos del Estado no son infinitos. Siempre es necesario cuidarlos, razón por la que sería positivo que los designados para administrarlos se destacaran más por su capacidad que por su fervor oficialista. Aun cuando sea poco realista pedir que todas las empresas públicas resulten rentables, ya que a algunas les correspondería brindar servicios forzosamente subsidiados, no lo sería en absoluto exigirles usar mucho mejor que las actuales los miles de millones de dólares aportados por los contribuyentes.
Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 5.196.592 Director: Julio Rajneri Editor responsable: Guillermo Berto Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA Lunes 27 de julio de 2015
No es ningún secreto que las empresas privadas son por lo común mucho más eficaces que las públicas. Lo son porque los encargados de manejarlas entienden que, a menos que hagan bien su trabajo, su propia carrera correrá peligro, mientras que en la mayoría de los países sus homólogos de las empresas estatales propenden a privilegiar intereses que son netamente políticos, lo que les permite atribuir todas las críticas a la voluntad de los dirigentes opositores de perjudicar al oficialismo de turno. Es lo que ha sucedido a Aerolíneas Argentinas que, debido al escaso profesionalismo de los gerentes improvisados nombrados por el gobierno kirchnerista, sigue protagonizando un escándalo tras otro. En cierto modo, es lógico que lo haga. Los óptimamente remunerados militantes de La Cámpora que la administran saben que les es dado cometer errores que, si fueran ejecutivos de una empresa privada, les costarían muy caro, porque pueden confiar en el apoyo sin límite, tanto económico como político, del gobierno nacional, o sea de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Por lo demás, por tratarse de una empresa que, a pesar de las apariencias, aún es, conforme a la ley, una sociedad anónima privada, los administradores no tienen que prestar atención a los controles que, en teoría por lo menos, les sería preciso tomar en cuenta si fuera cuestión de una empresa pública normal. Sea como fuere, puesto que el país está en plena temporada electoral, la gente de Aerolíneas se siente constreñida a participar de la campaña del oficialismo. Antes de quedar eliminado del balotaje porteño el presidente de la empresa Mariano Recalde, los gerentes de Aerolíneas redoblaron los esfuerzos por brindar la impresión de estar en condiciones de ofrecer un servicio aceptable sin preocuparse por la sobreventa de pasajes baratos o la necesidad de respetar las normas internacionales para las horas de trabajo de los tripulantes, con el resultado de que, al iniciarse las vacaciones de invierno, se vieron cancelados centenares de vuelos. Según los gremios aeronáuticos, el colapso de Aeroparque, que –dijo Recalde– “parece la cancha de Boca por la cantidad de gente que hay”, como si a su juicio los viajeros frustrados que lo colmaban se hubieran reunido a fin de rendirle homenaje, se debió exclusivamente a las malas decisiones gerenciales. El líder del Pro, Mauricio Macri, sorprendió a muchos al afirmarse a favor de que Aerolíneas permanezca en manos del Estado con el presunto propósito de congraciarse con la mayoría que, a pesar de todo lo ocurrido últimamente en el sector público, es contraria a la privatización de empresas emblemáticas. En el caso de Aerolíneas, tal postura puede justificarse porque en un país de las características geográficas de la Argentina hay muchos lugares alejados de los centros urbanos principales que una empresa privada dejaría sin servicios aéreos por razones comerciales, pero ello no quiere decir que a los funcionarios responsables de la gestión no les sea necesario procurar obrar con eficiencia. Sin embargo, aunque sería de suponer que los partidarios del estatismo intentarían mostrar que las empresas públicas pueden superar en tal sentido a las privadas, aquí los seleccionados para administrarlas siempre parecen decididos a probar lo contrario. La ola privatizadora de los años noventa del siglo pasado no se vio impulsada por un cambio ideológico sino por el desempeño desastroso de monopolios estatales pésimamente manejados, como Entel, transformados en feudos gremiales. Huelga decir que la situación en que se encuentra Aerolíneas se asemeja mucho a la de aquellas viejas empresas públicas, con la única diferencia de que los militantes de La Cámpora ocupan lugares que antes hubieran sido de sindicalistas. Mal que les pese a ciertos oficialistas, los recursos del Estado no son infinitos. Siempre es necesario cuidarlos, razón por la que sería positivo que los designados para administrarlos se destacaran más por su capacidad que por su fervor oficialista. Aun cuando sea poco realista pedir que todas las empresas públicas resulten rentables, ya que a algunas les correspondería brindar servicios forzosamente subsidiados, no lo sería en absoluto exigirles usar mucho mejor que las actuales los miles de millones de dólares aportados por los contribuyentes.
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