Una empresa menos

En cierto modo, es muy bueno que la gigantesca empresa brasileña Petrobras haya sentido tanta confianza en el futuro de la Argentina para decidir pagar más de mil millones de dólares por Perez Companc, pero es poco probable que muchos compartan este punto de vista. Desde que se produjeron el colapso de la convertibilidad y la virtual destrucción del sistema financiero nacional, tanto los empresarios como los enemigos jurados de la globalización están aguardando con inquietud una invasión de capitalistas extranjeros deseosos de aprovechar la oportunidad para comprar pedazos de nuestra economía a precios módicos. Sin embargo, el que hasta ahora no hayan abundado las señales de interés en intentarlo no ha servido de consuelo para nadie. Antes bien, pareció confirmar las previsiones de los más pesimistas que dicen creer que el porvenir de la Argentina será sombrío.

De todos modos, la «extranjerización» de algunas de las partes más promisorias de la economía se ha debido menos a la agresividad que suele atribuirse a los «tiburones» de otras latitudes que a las deficiencias del empresariado local. Si bien hay excepciones significantes, por razones en el fondo culturales el país aún no ha conseguido formar lo que los marxistas llamaban una «burguesía nacional» que sea capaz de medirse con sus equivalentes de América del Norte, Europa occidental y Asia oriental. Para colmo, los que lamentan su ausencia con más amargura, es decir, los izquierdistas, progresistas y nacionalistas que comulgan con lo que podría calificarse de pensamiento único criollo, están entre los responsables principales de lo débil que es la vocación capitalista de nuestros hombres de negocios. Cuando no los han acusado de pensar en nada más que en su propios intereses y de colaborar con «la derecha», los preocupados por la «amenaza» foránea han tratado de ayudarlos con subsidios directos o indirectos y leyes que en última instancia los han convencido de que es mucho mejor tener buenas conexiones políticas que emprender la tarea sumamente ardua de desarrollar productos competitivos. Puesto que en nuestro país los empresarios carecen de prestigio social, en muchos casos han sido formados por una cultura rentística propia de una sociedad que durante un siglo se creyó rica por mandato divino, están habituados a actuar como cortesanos del poder de turno y que han tenido que operar en un contexto político a menudo caótico, no debería sorprendernos demasiado que quienes pueden traten de asegurarse contra el riesgo argentino vendiendo sus empresas a inversores extranjeros.

Para que en el futuro el país cuente con una proporción más razonable de su economía en manos locales, será necesario que surjan nuevas generaciones de empresarios que sean comparables con sus equivalentes de Estados Unidos y Europa y que, claro está, sepan aprovechar las ventajas brindadas por la globalización. Mientras tanto, será mejor que las empresas extranjeras sigan manifestando su voluntad de invertir en el país porque, al fin y al cabo, una economía «extranjerizada» es preferible a ninguna. Además, siempre y cuando la legislación argentina sea lo suficientemente severa como para impedir abusos, la presencia de grandes corporaciones multinacionales no puede sino obligar a los aspirantes a erigirse en magnates a adaptarse a las normas propias del Primer Mundo en vez de conformarse con las pautas decididamente más laxas características del semidesarrollo.

Frente al desafío planteado por la globalización, la peor reacción consistiría en procurar mantener a raya a los rivales foráneos mediante leyes nacionalistas destinadas a «proteger» a empresas locales ahorrándoles la necesidad de competir. Es que a la larga el proteccionismo de este tipo sólo sirve para debilitarlas hasta tal punto que pronto serán totalmente incapaces de sobrevivir en condiciones normales. A través de los años, distintos gobiernos se han esforzado mucho por defender a los empresarios «productivos» que, por su parte, han asegurado que no tardarían en estar preparados para prescindir de la ayuda así supuesta. De más está decir que muy pocos han cumplido con tales promesas, razón por la cual ni siquiera la devaluación más drástica que el mundo haya conocido en mucho tiempo ha logrado hacerlos más competitivos.


En cierto modo, es muy bueno que la gigantesca empresa brasileña Petrobras haya sentido tanta confianza en el futuro de la Argentina para decidir pagar más de mil millones de dólares por Perez Companc, pero es poco probable que muchos compartan este punto de vista. Desde que se produjeron el colapso de la convertibilidad y la virtual destrucción del sistema financiero nacional, tanto los empresarios como los enemigos jurados de la globalización están aguardando con inquietud una invasión de capitalistas extranjeros deseosos de aprovechar la oportunidad para comprar pedazos de nuestra economía a precios módicos. Sin embargo, el que hasta ahora no hayan abundado las señales de interés en intentarlo no ha servido de consuelo para nadie. Antes bien, pareció confirmar las previsiones de los más pesimistas que dicen creer que el porvenir de la Argentina será sombrío.

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