Una prioridad olvidada

Puesto que la mejor forma, acaso la única, de asegurar el mayor grado de justicia social que casi todos dicen querer consiste en estimular la educación de los jóvenes más pobres para que puedan abrirse camino en la vida, sería de suponer que las agrupaciones progresistas del país estarían trabajando denodadamente para remediar las deficiencias evidentes de la escuela pública, pero por desgracia éste dista de ser el caso. Aunque los voceros del gobierno nacional, las organizaciones políticas que lo apoyan y, desde luego, los gremios docentes hablan como si se hubieran propuesto protagonizar una especie de epopeya igualitaria destinada a reducir la enorme y creciente brecha que separa a la minoría acomodada de los demás, sólo se trata de palabras huecas, ya que todos dan prioridad absoluta a sus propios intereses políticos y económicos. El resultado de tanto egoísmo faccioso está a la vista. Según las pruebas internacionales, en los últimos años nuestros jóvenes han perdido terreno frente a los de países vecinos, además, claro está, de China y otros de tradiciones culturales similares, y parecería que no hay posibilidad alguna de que esta tendencia alarmante se revierta en un futuro previsible. Por el contrario, todo hace pensar que, al agravarse la situación económica del país e intensificarse las luchas políticas, lo más probable es que el deterioro siga profundizándose. En muchas partes del territorio nacional los paros docentes ya son rutinarios. Entre las provincias más perjudicadas por el incesante activismo gremial está la de Buenos Aires que, por sus desmedidas dimensiones demográficas, equivale a casi el 40% del país. La semana pasada los docentes bonaerenses celebraron una nueva y “exitosa” huelga de 48 horas, además de otra cuyo impacto fue menor, y es de prever que haya varias más antes de terminar el año lectivo, ya que, como es notorio, el gobierno provincial sencillamente no cuenta con los recursos necesarios para satisfacer las exigencias salariales de los gremialistas y, por motivos que son de dominio público, el gobierno nacional es reacio a ayudar al gobernador Daniel Scioli. Lejos de querer apoyarlo, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y los miembros más influyentes de su entorno se han propuesto debilitarlo privándolo de los fondos que le permitirían apaciguar a medio millón de estatales. Es de prever que en la época de vacas flacas que ya ha comenzado y que amenaza con prolongarse por mucho tiempo más sean sacrificados algunos programas encaminados a ayudar a aquellos jóvenes de recursos limitados que procuran educarse, lo que, combinado con la proliferación de paros docentes, significa que una proporción creciente de los menores se verá en efecto marginada. La verdad es que sus perspectivas difícilmente podrían ser menos prometedoras. Si bien en una economía atrasada como la nuestra algunos productos del sistema público encontrarán empleos mal remunerados, por lo común en el ya superpoblado sector público no podrán aprovechar las oportunidades que plantearía un “modelo” menos rudimentario que el actual. Conscientes del peligro así supuesto, muchas familias pobres se esfuerzan por enviar a sus hijos a colegios privados, un fenómeno que, según parece, los gremialistas del sector están decididos a impulsar a pesar de sus hipotéticas convicciones estatistas, pero no se trata de una solución satisfactoria para un problema que en buena lógica debería figurar entre las prioridades tanto del gobierno nacional como de los distintos partidos opositores. Aunque todos dicen entender que, en la edad de “la economía del conocimiento”, el futuro del país dependerá de la calidad de la educación pública, muy pocos parecen dispuestos a actuar en consecuencia, tal vez porque se ha difundido tanto la idea de que es mejor estigmatizar a los presuntos culpables de un desastre de lo que sería procurar remediarlo. Así, pues, aún pueden oírse críticas feroces de los perjuicios supuestamente ocasionados por “el neoliberalismo” de la década menemista, aunque desde entonces ya han transcurrido más de doce años, tiempo más que suficiente como para plasmar y poner en marcha una estrategia radicalmente diferente, alternativa ésta que, según parece, carece de interés para los habituados a sacar provecho político de las lacras sociales.


Puesto que la mejor forma, acaso la única, de asegurar el mayor grado de justicia social que casi todos dicen querer consiste en estimular la educación de los jóvenes más pobres para que puedan abrirse camino en la vida, sería de suponer que las agrupaciones progresistas del país estarían trabajando denodadamente para remediar las deficiencias evidentes de la escuela pública, pero por desgracia éste dista de ser el caso. Aunque los voceros del gobierno nacional, las organizaciones políticas que lo apoyan y, desde luego, los gremios docentes hablan como si se hubieran propuesto protagonizar una especie de epopeya igualitaria destinada a reducir la enorme y creciente brecha que separa a la minoría acomodada de los demás, sólo se trata de palabras huecas, ya que todos dan prioridad absoluta a sus propios intereses políticos y económicos. El resultado de tanto egoísmo faccioso está a la vista. Según las pruebas internacionales, en los últimos años nuestros jóvenes han perdido terreno frente a los de países vecinos, además, claro está, de China y otros de tradiciones culturales similares, y parecería que no hay posibilidad alguna de que esta tendencia alarmante se revierta en un futuro previsible. Por el contrario, todo hace pensar que, al agravarse la situación económica del país e intensificarse las luchas políticas, lo más probable es que el deterioro siga profundizándose. En muchas partes del territorio nacional los paros docentes ya son rutinarios. Entre las provincias más perjudicadas por el incesante activismo gremial está la de Buenos Aires que, por sus desmedidas dimensiones demográficas, equivale a casi el 40% del país. La semana pasada los docentes bonaerenses celebraron una nueva y “exitosa” huelga de 48 horas, además de otra cuyo impacto fue menor, y es de prever que haya varias más antes de terminar el año lectivo, ya que, como es notorio, el gobierno provincial sencillamente no cuenta con los recursos necesarios para satisfacer las exigencias salariales de los gremialistas y, por motivos que son de dominio público, el gobierno nacional es reacio a ayudar al gobernador Daniel Scioli. Lejos de querer apoyarlo, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y los miembros más influyentes de su entorno se han propuesto debilitarlo privándolo de los fondos que le permitirían apaciguar a medio millón de estatales. Es de prever que en la época de vacas flacas que ya ha comenzado y que amenaza con prolongarse por mucho tiempo más sean sacrificados algunos programas encaminados a ayudar a aquellos jóvenes de recursos limitados que procuran educarse, lo que, combinado con la proliferación de paros docentes, significa que una proporción creciente de los menores se verá en efecto marginada. La verdad es que sus perspectivas difícilmente podrían ser menos prometedoras. Si bien en una economía atrasada como la nuestra algunos productos del sistema público encontrarán empleos mal remunerados, por lo común en el ya superpoblado sector público no podrán aprovechar las oportunidades que plantearía un “modelo” menos rudimentario que el actual. Conscientes del peligro así supuesto, muchas familias pobres se esfuerzan por enviar a sus hijos a colegios privados, un fenómeno que, según parece, los gremialistas del sector están decididos a impulsar a pesar de sus hipotéticas convicciones estatistas, pero no se trata de una solución satisfactoria para un problema que en buena lógica debería figurar entre las prioridades tanto del gobierno nacional como de los distintos partidos opositores. Aunque todos dicen entender que, en la edad de “la economía del conocimiento”, el futuro del país dependerá de la calidad de la educación pública, muy pocos parecen dispuestos a actuar en consecuencia, tal vez porque se ha difundido tanto la idea de que es mejor estigmatizar a los presuntos culpables de un desastre de lo que sería procurar remediarlo. Así, pues, aún pueden oírse críticas feroces de los perjuicios supuestamente ocasionados por “el neoliberalismo” de la década menemista, aunque desde entonces ya han transcurrido más de doce años, tiempo más que suficiente como para plasmar y poner en marcha una estrategia radicalmente diferente, alternativa ésta que, según parece, carece de interés para los habituados a sacar provecho político de las lacras sociales.

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