Una «rusa» en Fernández Oro, una historia de trabajo en la tierra y sabores de familia

Elena nació en Argentina y vivió en varios países del mundo. Su último destino fue en el Alto Valle. Allí cría gallinas, siembra, vende su producción en la feria local y prepara deliciosos platos aprendidos desde chica.

Por Victoria Rodríguez Rey (@victoriarodriguezrey)

Nació hace 32 años en Choele Choel, vivió en Chile, en Uruguay, en Bolivia, en Rusia, para terminar, quien sabe, en Fernández Oro, provincia de Río Negro. De colonia en colonia rusa aprendió a hablar el castellano a partir de los 13 años cuando comenzó la escuela. Su paso escolar fue corto, tres años, el castellano aún lo sigue perfeccionando.

Antes de eso, Elena recupera el doloroso camino de sus bisabuelos que escaparon de Rusia hacia China a causa de persecuciones religiosas. Sin poder regresar a sus tierras de origen y sufriendo una vez más las persecuciones en Oriente, a través de la Cruz Roja fueron enviados a países de América Latina: Brasil y Argentina. La adaptación no fue sencilla.

Elena cultiva y vende sus propias hortalizas.

“Ese era el lugar en el mundo de mi mamá”, recuerda Elena haciendo referencia al universo de la huerta y las colmenas. A su abuela y a su mamá no les gustaba demasiado cocinar. Sucede que con sietes hijos y cuatro hijas, su mamá no sólo se ocupaba de los espacios de afuera sino que había que alimentar al clan y resolver la realidad doméstica. Es así que Elena fue aprendiendo a trabajar la tierra, a cuidar los animales, a pintar, la técnica del bordado chino, a confeccionar las prendas de todos los integrantes de su familia, a cocinar, a criar, en fin, a dominar la vida. Quizá por eso durante el invierno, Elena dice que descansa. Ese es su tiempo de recuperación, de quietud, lo necesita, como lo necesita la tierra. Así y todo, hoy su casa está impecable, huele a pan dulce, la leche la ordeñó esta mañana con la que elaboró ricota para unas tortitas tibias que desbordan la fuente de aluminio en el medio de la mesa.

Un dulce para compartir.

El registro de sabores de Elena es amplio, lógico. Sus papilas gustativas han desarrollado un mapa cartográfico de gustos del mundo. Quizá por eso no identifica una única comida de pertenencia. Cada plato, que habla de una ecología particular, la transporta a las tierras por donde fue trazando su ruta. Muchos otros sabores se imprimieron antes, en la construcción cultural y dinámica que la anteceden.

Para Elena es el caso de la pasta de china y esa tarta rusa de pescado que elabora con masa en la base y rellena con arroz, cebolla y un pescado limpio entero, que tapa con la misma masa y que lleva al horno durante dos horas. La acompaña con una ensalada líquida llamada akroshka a base de pepino, cebolla y rábano. Y así Elena va, sembrando, ordeñando, hablando la lengua y cocinando alimentos, de sus raíces, en una forma de revivir su historia, de mantener su identidad.

Una imagen de todos los días, dándole de comer a las gallinas.

Cuando la tierra comience a aumentar su temperatura, las gallinas vuelvan al ritmo normal de producción y las ferias locales reactiven su actividad, Elena cargará su camioneta de huevos, verduras y frutas para alistarse en su puesto de entrega semanal. Hoy es Fernández Oro, sin embargo la riqueza cultural que lleva entre sus manos es la herramienta fundamental que le permite adaptar y desarrollar su vida sin importar demasiado dónde.


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