Yannick Noah, el último bohemio

A 20 años de su título en París, el último logrado por un francés de vida legendaria.

Se cumplen 20 años del último título de un tenista francés en Roland Garros. No se trata de uno cualquiera, sino de uno de vida legendaria: Yannick Noah, criado pobre en el Africa septentrional, ciudadano del mundo gracias a su raqueta y su sonrisa.

Hijo de un camerunés y una francesa, Yannick nació en 1960 en Sedan, una pequeña ciudad gala a la que había llegado por su padre, un futbolista errante de segundo orden. Tenía 3 años cuando regresaron a Camerún, obligados por una grave lesión del padre. Allí convivieron entre la pobreza endémica y el atraso medieval. «No tenía luz y mi madre salía todas las mañanas a buscar agua potable a un lago», recordaría años más tarde. En Camerún el joven Noah hundió su mirada en el Africa más profundo: abrazó con fuerza la música reggae, su credo y religión. A los 13 años empuñó su primera raqueta. Y comenzó a destacarse. Fue así que a los 14 fue descubierto por Arthur Ashe, un tenista afroamericano, que se lo llevó a París, en donde el Estado subsidió su ascenso. A los 17, se convirtió en uno de los mejores juveniles del mundo. Los primeros '80 ya lo encontraron sumergido en la elite. Pero fue en junio de 1983 cuando Yannick partió en dos su biografía. Derrotó al sueco Mats Wilander en la final de Roland Garros y obtuvo su único Grand Slam. Ganar ese abierto le puso un sello a su alma. Un título que significó su techo y su gloria, pero también su herida y su aljibe. Noah se convirtió en un icono francés, una figura en la que confluyeron mucho más que miradas deportivas. Ser negro le valió la idolatría de las grandes minorías francesas. Fue el símbolo de un país multiétnico, como más tarde lo sería Zinedine Zidane, oriundo de Argelia.

Noah celebró aquel título con una fiesta pantagruélica. Comenzó a trascender su propensión a los excesos. Y los vaivenes en su estado de ánimo. Fue así que una noche de desolación y pastillas, ató una piedra a su tobillo y espió el río Sena desde un puente. Quería acabar con su vida, abrumado por las presiones, preso de su soledad y sus demonios. No alcanzó a dar aquel salto y gracias a la terapia empezó de a poco a trepar ese infierno. Volvió a los primeros planos del tenis. Y decidió tomarse la vida de manera más laxa. Tras seis años en la cumbre, se alejó de los courts en 1990. Al año siguiente, fue el capitán del equipo que obtuvo la Copa Davis. Tras ese logro, se volcó de lleno a la música. Formó su banda de reggae y sacó cuatro discos, algunos de los más vendidos en Francia. Comenzó a jugar en veteranos y a tocar. Su juego felino, su pelo rasta, su estampa simpática y «cool», lo convirtieron en un hombre emblemático. El último bohemio del tenis, el negro puro desborde que tatuó la historia detrás de un encordado Pablo Perantuono


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