¿Un Estado de Seguridad?

Los Estados hablan a través de sus funcionarios. Sobre todo, si estos cuentan con el prestigio del rango. En estos días el Estado Argentino habló por una de sus ministras. Su voz fue fuerte y clara. Con palabras seleccionadas. Muy lejos de fórmulas académicas, aunque sí ligadas a concepciones pensadas y practicadas en el pasado. El propósito: respaldar a los hombres de una institución de seguridad del Estado, por el despliegue de sus acciones coercitivas frente a los movimientos sociales.

Con ello la criminalización social tiene un sesgo rígido, duro, violento y lejos de todo sistema probatorio que le toca a cualquier mortal frente a la ley. “Nosotros no necesitamos pruebas, le damos carácter de verdad a la versión de Prefectura”, dijo la Ministra de Seguridad para respaldar la acción represiva de las fuerzas policiales a su cargo desplegadas en la zona del Lago Mascardi.

Semejante afirmación fue hecha en una conferencia de prensa junto al responsable del área de Justicia y Derechos Humanos. Con el silencio de este último, ambas figuras ministeriales, se colocaron en línea del discurso que concibe al Estado a contramano de asegurar la protección de la vida de sus ciudadanos y más cerca de fórmulas concebidas en tiempos donde era pensado solo como fuerza.

Ciertamente con lo dicho esos ministros corrieron la frontera del Estado de Derecho democrático hasta desdibujarlo para entrar a la arena imprecisa del llamado Estado de Seguridad.

No hay duda que la filosofía y ciencia política reconoce la existencia de una teoría que fundamenta el Estado de Seguridad. Su existencia histórica no ha sido probada más que en situaciones en que la democracia no había llegado o resulto desmantelada. Muchos estados de la primera mitad del siglo XX adquirieron esa forma. También cuando la misma democracia perdía “intensidad”. Por ejemplo, durante los años de reinado del neoliberalismo latinoamericano.

Si bien el término parece impreciso un Estado de Seguridad existe en la medida que la clase gobernante está dispuesta a expandir el ejercicio material de la violencia en cualquier circunstancia. Lo suyo está cerca del decisionismo donde la obligación de mandar y el derecho de obedecer de los ciudadanos quedan en entredicho frente al despliegue de la violencia legal pero no legítima. Importa siempre la movilización legal recreada a medida de las exigencias políticas del momento.

Con ello la idea y práctica de una legitimidad que abandona otras condiciones necesarias para ser considerada tal, además de conformidad a la ley. Aquella que nos habla de consentimiento y apego a valores. Para el Estado de Seguridad la legalidad es seca y estricta, mayormente procedimentalista. A partir de allí se impone una ética especial.

Esa que nos remite a la razón excluyente del Estado y de su ley. Sus fórmulas entonces son esencialistas e imperativo es el accionar de sus aparatos. Nada se somete al carácter probatorio de los hechos. Importa los resultados. La eficacia de su accionar.

La fórmula del Estado de Seguridad remite a las consideraciones filosóficas de tiempos de la política antiliberal y menos democrática del siglo XVII y XVIII. Lo suyo es premoderno, o sea anterior al siglo de las revoluciones burguesas. O sea, de un tiempo en que se imaginó a un monstruoso Leviathan, arbitrario, indolente y exigente para con sus ciudadanos. Es cierto que este Estado de Seguridad pensado entre otros por el temerario filósofo Thomas Hobbes no tenía como misión excluyente disponer siempre de la vida de sus ciudadanos. Aún así y pasados dos siglos esa misma fórmula estuvo presente en la famosa “Ley Negra”, aquel férreo estatuto legal impuesto en Inglaterra de principios del siglo XVIII cuyo principal propósito era la protección de la propiedad actuando de manera punitiva sobre una variedad de actores sociales.

La Ley Negra estaba pensada para categorías sociales que cabían dentro del molde de los usurpadores de tierras muchas veces públicas. Se destacaba por su grado de crueldad, ya que aplicaba la pena capital. La sola presencia de un contingente armado por el Estado podía responder con la violencia de matar. Y este no requería otra prueba que la palabra de las milicias encargadas de su aplicación. A veces sí se exigía la cabeza del ajusticiado.

Ese Estado de Seguridad siempre está al borde de la política de la venganza. De la reacción de quienes le dan carnalidad a ese activo de sentidos de la violencia que demandan muchos grupos ganados por la impolítica.

La Argentina de estos días, con funcionarios que toman la palabra, por momentos parece retroceder en la concepción del Estado de Derecho y de aquella legitimidad como suma de valores y consenso que defiende la vida por sobre todas las cosas.

* Profesor de Historia y Derecho Político, UNC

La obligación de mandar y el derecho de obedecer de los ciudadanos quedan en entredicho ante esta violencia legal pero no legítima que se aplica en cualquier circunstancia.

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La obligación de mandar y el derecho de obedecer de los ciudadanos quedan en entredicho ante esta violencia legal pero no legítima que se aplica en cualquier circunstancia.

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