A 180 años de la masacre de Masallé

Las huestes indígenas de Calfucurá produjeron una matanza sobre la población de boroanos y otras tribus instaladas en Masallé.

HISTORIAS CERCANAS

El pasado 9 de setiembre se cumplieron 180 años de la matanza producida por las huestes indígenas de Calfucurá sobre la población de boroanos y otras tribus instaladas en Masallé, un lugar cercano a la laguna de Epecuén, al sudeste de la provincia de Buenos Aires.

Por el año 1835, la tribu vorogana vivía en su imperio, cuando llegaron emisarios anunciando la venida de más de 200 indios mercaderes. Los voroganos o boroanos, procedentes de Boroa en la costa del río Cautín en Chile, eran también mapuches.

Sabido es que el comercio de los araucanos en esa época consistía en lanzas, tejidos, paños finos, pinturas para la cara y abalorios adquiridos en Valdivia, Chillán, Entucó, entre otras poblaciones del sur de Chile. La costumbre de los indios comerciantes era mandar un chasqui en prenda de paz y obtener el permiso para ingresar, en este caso del cacique Rondeao. Éste a su vez, para honrar a la visita, invitó a otros caciques y capitanejos al parlamento para también recibir noticias del Mulú Mapú o país de la humedad, como llamaban a las tierras de la selva valdiviana.

Pero los falsos comerciantes eran guerreros a caballo que atacaron a los desprevenidos voroganos y sus invitados, degollando a todos los caciques y sus principales ayudantes y, para decirlo con la prosa inflamada de Estanislao Zeballos, “resonó en los desiertos por la vez primera el nombre del caudillo vencedor. Callvucurá era aclamado, sobre el médano ensangrentado de Masallé. Cacique General del inmenso Imperio de La Pampa”.

Calfucurá había nacido en Llaima, paraje cercano de la actual Cura Cautín, desde donde es posible divisar el volcán cuyas cenizas no reconocen fronteras. Era hijo del cacique Huentecurá, que habría ayudado a San Martín en el cruce de los Andes.

Hacia 1830, Calfucurá cruzó la cordillera y se radicó en la llanura pampeana. Aquí divergen las razones de su aparición en la Argentina. Una sostiene que fue llamado por los mismos boroanos, que habiendo incumplido los acuerdos con Buenos Aires, recibían reclamos y amenazas por parte del gobernador Juan Manuel de Rosas, de manera que pidieron la protección de Calfucurá. Pero cuando éste cruzó los Andes, se encontró con que sus protegidos habían parlamentado y acordado la paz con Rosas, lo que provocó la ira del cacique al verse traicionado.

Otra versión alude a Rosas como implicado en la venida de Calfucurá al desierto. Rosas opinaba que dicho cacique era “el hombre indicado para gobernar la pampa, dominarla con mano de hierro y mantener las hordas salvajes en sumisión” y, adicionalmente, al servicio de Rosas.

Que Calfucurá vino de Chile llamado por Rosas lo declara aquél mismo en una carta que escribió desde Michitue el 27 de abril de 1861 a una persona a quien trata de hermano, en la que dice: “También le diré que no estoy en estas tierras por mi gusto, ni tampoco soy de aquí, sino que fui llamado por don Juan Manuel, porque estaba en Chile y soy chileno y ahora hace como 30 años que estoy en estas tierras (archivo del general Mitre, tomo 23, pag.18).

En otra carta de la misma fecha dirigida a don Pedro Navarra, le dice que hace mucho tiempo que vino de Chile y se quedó aquí porque los caciques lo pidieron, y que él se quedó previa promesa que le hicieron de obedecerle en todo. También le dice que con don Juan Manuel había hecho las paces para siempre. Como es sabido, en 1841 Rosas le dio el grado de coronel del ejército argentino.

Las cartas no las escribía Calfucurá, sino un chileno mestizo de indio y cristiano, llamado Manuel Acosta, y eso tal vez explique algunas posibles incongruencias como la de reconocerse chileno y no mapuche.

Es posible que las dos versiones puedan tener asidero, habida cuenta de la política zigzagueante de Rosas y su intención final de enfrentar a las tribus indígenas entre sí. Conviene recordar que Rosas también había pactado con el presidente Bulnes la participación del ejército chileno en la primera expedición al desierto. El punto de encuentro debía ser la confluencia del Limay y el Neuquén, pero una revolución en aquel país impidió tal participación.

Como en el personaje de Mary Shelley, el poderoso cacique de la dinastía de los Piedra se le fue de las manos a su mentor y consolidó por la fuerza un imperio en el desierto con la mayor parte de las provincias de Buenos Aires, San Luis y Mendoza, y la totalidad de Neuquén, Río Negro y La Pampa. Por su control de Salinas Grandes, dominaba el punto estratégico de las “rastrilladas” que eran las rutas comerciales por donde circulaba el ganado robado y la sal, sustancia fundamental para la conservación de la carne. Y aunque nunca dejó de mantener relaciones con Rosas -peleó junto a él en Caseros-, siempre tuvo excusas a mano para seguir incursionando con malones y atribuírselos a desobediencias de sus tribus sometidas.

Luego también intentó pactar con Urquiza, a quien envío como emisario su hijo Quilapán y sus razones las expresa en una carta donde dice: “Yo deseo hacer la paz con el gobierno de Buenos Aires porque toda mi gente se está aburriendo por no tener cómo hacer negocio con la sal y los cueros”. Más expresivo, el cacique Mangín Hueno le había señalado al mismo Calfucurá: “…y hablándole francamente, las pampas son las guaridas más avanzadas de los chilenos para cometer las depredaciones que sufren las haciendas argentinas”.

El dominio de Calfucurá y sus sucesores duró medio siglo y por cierto que su hegemonía estaba fundada en su astucia para negociar con sus rivales en la paz, para vencerlos en la guerra y para conservar entre sus seguidores una imagen de jefe invencible dotado de poderes sobrenaturales. Derrotó al jefe boroano Railef en Quentucó; humilló a Mitre obligándolo a huir a pie con sus soldados hasta llegar a Azul; poco tiempo después libró en San Jacinto, cerca de Tapalqué, una batalla estratégica que llegó a ser materia de análisis en alguna academia militar germana, induciendo al general Hornos a perseguirlo en un terreno difícil donde su caballada quedó atrapada y finalmente diezmada por las precarias armas de ranqueles, pampas, pehuenches y otras etnias que él comandaba; enfrentó a Sarmiento en su presidencia, y libró la batalla final en San Carlos cuya verdadera magnitud asombra. Fue en su momento, la segunda por la cantidad de combatientes en Sudamérica, superada sólo por la que hasta hoy se mantiene como la mayor confrontación de la historia de este continente: Tuyutí en la guerra del Paraguay contra la Triple Alianza, en mayo de 1866. Solamente los muertos de Tuyutí triplican los 5.000 combatientes de Chacabuco, la mayor batalla en la independencia nacional. En San Carlos, Calfucurá comandó más de 6.000 indios de diferentes tribus y unos mil chilenos “arribanos”, que fueron sus tradicionales aliados, y se retiró con cierto orden aunque, claro está, abandonando el campo de batalla.

Calfucurá no pudo soportar la humillación de aquel combate y murió poco después, cerca de lo que es hoy General Acha. Sus restos, enterrados cerca de Salinas Grandes, fueron profanados por soldados del teniente Levalle en 1879 y llevados al Museo de Ciencias Naturales de La Plata, donde aún permanecen.

Julio Rajneri

Julio Rajneri


Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios